Rodrigo la miraba como si no pudiera creer lo que acababa de oír.
Su corazón latía desbocado, y, sin embargo, sus labios se curvaron en una sonrisa temblorosa, como la de un niño que teme estar soñando.
—¿Hablas en serio? —preguntó con la voz apenas contenida, como si temiera romper el momento—. ¿De verdad?
Melissa asintió, con los ojos brillando, cargados de emoción.
—Sí… Quiero ser tu esposa.
No porque sea por despecho, ni por rapidez, sino porque… sé que eres el hombre perfecto para mí. Sé qué estás hecho a mi medida. Contigo todo cobra sentido, Rodrigo.
Él tomó su mano con ternura, entrelazando sus dedos como si sellara un pacto silencioso.
—Y yo quiero ser tu esposo. No solo en los días fáciles, sino en los días en que llueva sin tregua.
Quiero acompañarte en cada paso, en cada batalla, en cada risa. Quiero ser parte de tu vida… para siempre.
Melissa soltó una risa baja y emocionada, mientras él la acercaba con delicadeza y la besaba en la frente.
***
Una semana después…
La casa