Su voz resonó en la habitación como un latigazo.
Sebastián la miró, sus ojos turbios, con una mezcla de culpa, deseo y confusión.
—Solo… quería verla. Es mi hija también… —susurró, como si eso bastara para justificar su irrupción.
—¡No lo es! ¡Tú renunciaste a ella! ¡Tú firmaste para borrarte de su vida! —le gritó Melissa, mientras se levantaba a pesar del dolor, apoyándose en la barandilla de la cama, tambaleante, pero decidida.
Sebastián retrocedió un paso, aun con la bebé en brazos.
Dianella lloraba más fuerte ahora, como si sintiera el caos a su alrededor.
—Por favor, Melissa… déjame tener este momento —insistió él, con una súplica rota.
—¡No! ¡Devuélveme a mi hija ahora! —rugió ella—. ¡O juro que gritaré hasta que venga todo el maldito hospital!
Las manos de Melissa temblaban. Su piel ardía de impotencia. No podía creer que, después de todo lo que le hizo, él hubiera tenido el descaro de venir a robarle lo más sagrado que tenía.
Sebastián la miró, finalmente viendo algo en sus ojo