Melissa se quedó inmóvil por un instante. Sus ojos se abrieron grandes, sorprendida por lo que acababa de oír.
Le dolió... sí, le dolió profundamente, como una espina que no esperaba. Pero aun así, se acercó, rodeó su cuerpo con sus brazos y lo abrazó con fuerza, como si ese gesto pudiera aliviarle el alma.
—Melissa —murmuró él, con voz quebrada—, no sé si puedo hacerte feliz... No sé si soy suficiente.
Ella apoyó su cabeza en su pecho, escuchando los latidos de su corazón, y luego levantó la mirada.
—Tú ya me haces feliz —susurró con una sonrisa temblorosa—. Nada de eso me importa. Lo único que quiero... es estar contigo.
Rodrigo la miró con una mezcla de ternura y culpa. Bajó la vista por un instante, tomó aire, y se armó de valor para decir lo que durante años había sido una herida silente.
—Melissa... hay algo que tienes que saber —dijo, con la voz apenas contenida—. No podré darte un hijo. Lo intenté, durante mucho tiempo, con todo mi ser. Me obsesioné con ser padre, fui a médico