—¡¿Qué has dicho?! —gritó Ellyn, con la voz rota, como si no hubiese escuchado bien, aunque en realidad las palabras se habían repetido una y otra vez en su mente desde que salieron de los labios de aquella mujer maldita.
Su alma se negaba a aceptarlo, pero sus oídos lo habían escuchado claro.
Aranza sonreía con una burla venenosa, esa que solo nace del placer de ver a otros sufrir.
—¡Tu padre no era Aldo! —exclamó, con los ojos brillantes de malicia—. ¡Era Frank Durance! ¿Por qué crees que me esforcé tanto por separarlos? ¡Porque esa es la verdad, hijo! ¡Tu madre no es una villana! ¡Solo quería salvarte de un amor imposible!
Ellyn dio un paso hacia atrás, como si cada palabra fuese una daga, clavándosele directo en el pecho.
Federico, por su parte, sintió que la sangre se le congelaba. Su cuerpo temblaba de rabia y negación.
—¡Mientes! —gritó, con los ojos enrojecidos, llenos de furia contenida—. ¡Estás enferma! ¡Solo quieres destruir lo único bueno que tengo en la vida!
Se acercó a