—¡¿Estás loco?! —exclamó Melissa, retrocediendo un paso, como si el espacio pudiera protegerla de aquella confesión absurda.
Julián, nervioso, respiraba agitado.
El calor del atrevimiento le enrojecía el rostro, pero sus ojos permanecían firmes, vulnerables, clavados en los de ella.
—Señorita Melissa… yo… —tragó saliva— me he enamorado de usted.
Melissa lo miró como si le hablara en un idioma que su alma se negaba a comprender.
La incredulidad le paralizó los pensamientos.
—¿Qué…? —murmuró, sin entender, sin querer entender.
Julián dio un paso más, y en un gesto desesperado, tomó sus manos entre las suyas. Sus dedos temblaban, como si con ese contacto pudiera transmitirle toda la pasión, toda la esperanza que lo consumía.
—Acépteme —suplicó, su voz, apenas un susurro cargado de emoción—. Si su esposo no la ama… incluso acepto ser su amante.
Melissa parpadeó. Por un segundo, el tiempo pareció detenerse.
Lo miró como si fuera una broma de mal gusto, como si las palabras no hubieran salid