—¡¿Qué es lo que está pasando aquí?! ¡No discutan más, vengan conmigo, ahora mismo! —tronó la voz del abuelo Durance desde lo alto de la escalera.
Su tono firme, esa autoridad que solo dan los años y el respeto ganado, hizo que el silencio cayera como una losa sobre el ambiente. Solo con escucharlo, Melissa sintió un nudo doloroso en el pecho. Lo último que deseaba era herir al hombre que más la había amado en su vida.
Bajaron en silencio, como dos adolescentes atrapados en falta. A cada paso, el peso de la culpa crecía, especialmente en el corazón de Melissa. Cuando llegaron al despacho, el abuelo ya los esperaba.
Estaba de pie junto a su sillón, con la espalda erguida, pero sus ojos… sus ojos mostraban una mezcla de tristeza y decepción que partía el alma.
—¿Qué demonios está pasando entre ustedes dos? —preguntó con voz grave. Ni alzaba la voz, ni le hacía falta. Su sola presencia imponía.
Por unos segundos, nadie habló. El silencio era denso, incómodo, como si todos los sentimientos