Markus Durance abrió lentamente los ojos, respirando con dificultad. El cuarto del hospital estaba en silencio, apenas roto por los pitidos suaves de las máquinas. Frente a él, su nieta lo observaba con los ojos humedecidos.
—Cariño… —susurró él con voz ronca.
Melissa se inclinó de inmediato, tomando su mano con delicadeza.
—Abuelo, estás despierto… ¿Cómo te sientes?
El anciano esbozó una débil sonrisa.
—Como un árbol viejo que se resiste a caer… pero aquí estoy. —Sus ojos buscaron los de su nieta—. Te quiero, hija… ¿Dónde está tu esposo?
La mención de Sebastián hizo que Melissa se tensara. Sintió una punzada en el pecho, como si su abuelo acabara de tocar una herida abierta.
—Abuelo… por favor, no te agites.
—Tráelo… —insistió él, con una súplica en los ojos—. Necesito hablar con él, necesito pedirle que te ame, rogarle si es necesario. No puedo irme tranquilo… no si pienso dejarte sola en este mundo tan cruel.
Las lágrimas se desbordaron de los ojos de Melissa.
—No hables así… vas a