Sebastián talló sus ojos con fuerza.
La cabeza le daba vueltas, y el sabor amargo del licor aún le raspaba la lengua.
Parpadeó varias veces, intentando ubicarse. Luego la vio, junto a él, en la cama.
Una joven de cabello revuelto, piel desnuda y ojos que se llenaban de lágrimas.
Un escalofrío lo recorrió. La conocía. Su rostro, aunque desordenado por el llanto, le resultaba familiar.
—No puede ser… —murmuró.
Y entonces, el golpe de la realidad lo azotó con brutalidad.
¡Era Melissa! La hermana de Federico. ¡Una Durance!
«¡En qué maldito lío me metí!», pensó, sintiendo el vértigo apoderarse de su cuerpo. Se incorporó de golpe.
—¿Qué hiciste? —escupió, lleno de confusión y rabia—. ¿Te metiste en mi cama mientras yo estaba borracho?
La respuesta no fue verbal.
Fue una bofetada violenta que le giró el rostro. El ardor en la mejilla fue mínimo comparado con el temblor que sacudió su pecho.
—¡Tú te aprovechaste de mí! —gritó Melissa, desgarrada.
Sebastián abrió la boca, pero no supo qué decir