Al llegar al hotel donde Ellyn se hospedaba, Federico no esperó.
La tomó entre sus brazos con determinación, como si el mundo pudiera quebrarse bajo sus pies si ella se desvanecía.
El cuerpo de ella, cálido y débil por el alcohol, reposaba contra su pecho.
Subieron en silencio, excepto por la respiración agitada de ambos.
Frente a la puerta de la suite, Ellyn murmuró entre sus labios entumecidos:
—La contraseña... es uno, nueve, siete, cinco…
La puerta se abrió con un leve clic.
Entraron. El ambiente olía a perfume caro.
—¿Quieres que llame a un médico? —preguntó él con voz baja, preocupado.
—Estoy borracha, déjame ya... No soy un bebé.
Su voz sonaba terca, pero en realidad era una armadura.
Una más de las que usaba para que nadie la viera rota.
Él no la soltó. En vez de eso, la condujo hasta la habitación y la recostó con cuidado en la cama, como si fuera de cristal.
Ellyn se incorporó de golpe. Sus rostros quedaron tan cerca que sus alientos se mezclaron en el aire.
—¿Acaso intentas