Julián conducía con una calma que resultaba inquietante, como si el silencio dentro del auto lo alimentara.
El motor ronroneaba suavemente mientras los kilómetros se deshacían bajo las ruedas. Había tomado una salida secundaria, un desvío que la mayoría de la gente evitaba. La carretera que eligió estaba desierta, rodeada de árboles altos y maleza crecida. El cielo comenzaba a teñirse con los tonos anaranjados del atardecer.
Esa era una escena bella... si no hubiera estado tan cargada de tensión.
Melissa, sentada en el asiento del copiloto, tenía la mirada clavada en el paisaje que se desdibujaba a través de la ventanilla. No hablaba. No lloraba.
Solo respiraba de forma pesada, como si el aire doliera. Su mente estaba atrapada en un bucle de imágenes que la desangraban por dentro: Sebastián y Ellyn, sus rostros juntos, los susurros que no debieron compartir, la traición tan silenciosa y brutal como una puñalada por la espalda.
—Señora… —dijo Julián, rompiendo la quietud—. Usted no mer