Melissa conducía con las manos tensas sobre el volante, los ojos nublados por la furia y la humillación.
No había una sola lágrima en su rostro, pero el dolor estaba ahí, acumulado en su pecho como una tormenta a punto de estallar.
Su mundo, su matrimonio, sus lazos familiares… todo parecía derrumbarse. Y, sin embargo, mantenía el control, al menos en apariencia.
Julián la observó desde la entrada con una sonrisa torcida. Reconocía esa expresión. Había odio en su mirada, una rabia fría y contenida. Para él, eso solo significaba una cosa: ventaja.
—Esta vez, yo gané —murmuró, satisfecho, sabiendo que la fragilidad de Melissa era su mejor carta.
Pero su arrogancia se deshizo de golpe cuando sonó su teléfono. El número era conocido, pero no deseado. Lo respondió con recelo.
—¿Sí?
Del otro lado de la línea, una voz seca, cruel y cortante como cuchillo, habló sin rodeos.
—Si para dentro de tres días no tienes el dinero que te prestamos, te vamos a matar. Y esta vez quiero el doble, ¿entendi