El silencio que cayó sobre el jardín fue sepulcral.
El bullicio de la fiesta se apagó como si alguien hubiese cortado la música del alma.
Los invitados, paralizados, no sabían si mirar o desviar la vista.
Solo los ojos de Melissa se mantenían firmes, clavados en Sebastián.
No había lágrimas. No había rabia desbordada.
Solo esa expresión demoledora, mezcla de lástima, desilusión y una repulsión silenciosa, como si por fin viera al hombre que era sin ningún velo.
Su voz fue baja, pero cortante, como un cuchillo afilado:
—Váyanse. Los dos. Ahora mismo… antes de que tenga que pedirle a seguridad que los saque.
Dejó el plato de pastel sobre la mesa con una calma extraña, respiró profundamente como si acabara de soltar un peso que llevaba años cargando… y sin volver la vista atrás, caminó con la frente en alto.
A cada paso, los murmullos crecían, como un eco lejano de un juicio sin jurado, pero ella ya no escuchaba nada.
Solo el latido sereno de su propia dignidad.
Rodrigo, que había pre