Una semana después
El cielo estaba cubierto por nubes grises cuando Melissa y Sebastián llegaron al cementerio.
El viento fresco se colaba entre las ramas desnudas de los árboles, sacudiendo las hojas secas que crujían bajo sus pasos. El ambiente parecía acompañar la solemnidad del momento.
Melissa llevaba un ramo de rosas blancas, frescas, delicadas, que contrastaban con la dureza del mármol de la tumba de la abuela de Sebastián.
Al llegar, Melissa se arrodilló con cuidado y colocó las flores sobre la lápida. Cerró los ojos y murmuró en voz baja, como si la abuela aún pudiera oírla.
—Abuela… al fin la encontré. Nuestra salvadora.
Sebastián la observaba en silencio. Luego se acercó y le tomó la mano. Melissa sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo al contacto con su piel.
Había algo en ese gesto que la estremecía, una mezcla de ternura y dolor que le apretó el pecho.
Él se aclaró la garganta y habló con voz firme, aunque cargada de emoción.
—Tal como lo prometí… voy a cuidar de ella.