Justo cuando Aranza se disponía a cruzar el umbral de la iglesia, dos hombres corpulentos le bloquearon el paso sin decir palabra.
Ella frunció el ceño, incrédula.
—¡¿Qué hacen?! ¡Apártense! —exclamó, intentando abrirse paso con empujones.
Pero no la dejaron. En lugar de eso, uno la sujetó de un brazo con fuerza mientras el otro abría la puerta trasera de un auto negro estacionado junto a la acera.
—¡Suéltenme! ¡No tienen derecho! —gritaba con desesperación mientras la arrastraban.
—Tiene que acompañarnos —dijo uno con voz seca y sin emociones.
—¡Soy la madre del novio! ¡Soy la madre de Federico Durance! —clamó con furia, como si eso le diera poder.
Pero los hombres no la escucharon. Solo la empujaron dentro del auto y arrancaron sin mirar atrás.
Aranza golpeaba el cristal con los puños mientras maldecía, pero el conductor ni se inmutó. El coche se internó por caminos secundarios, lejos de la ciudad, de la iglesia, de todo.
El silencio entre los hombres era sepulcral. Ni siquiera una m