En el salón.
Todo estaba en calma, pero no era una calma vacía. Era esa clase de silencio contenido que precede a los momentos que cambian una vida para siempre.
Los invitados murmuraban en voz baja, inquietos, revisando la hora, intercambiando sonrisas nerviosas. El murmullo del amor estaba en el aire.
Rodrigo se encontraba de pie, al frente, esperando. Con el corazón en un puño, con los dedos entrelazados y una respiración que iba y venía con irregularidad.
Vestía impecable, pero su alma temblaba como un niño.
Sus ojos no se apartaban de la puerta, como si al mirarla lo suficiente pudiera hacerla aparecer.
La novia tardaba.
Y aunque todos sabían que era parte del protocolo, del drama propio de las bodas, para Rodrigo había algo diferente, algo que le apretaba el pecho con cada segundo que pasaba sin verla.
Una parte de él —esa que había sido lastimada antes— susurraba temores.
¿Y si no viene? ¿Y si cambió de opinión? ¿Y si se arrepintió al último momento?
Pero otra parte, la más fu