Cuando finalmente llegaron al departamento en aquella ciudad desconocida, Asha bajó del auto con una mezcla de cansancio, miedo y un destello de esperanza que luchaba por no apagarse.
Frente a ella se alzaba un edificio gris, desgastado por el tiempo y el abandono, con paredes manchadas y ventanas que parecían ventanas hacia el olvido.
Nada, absolutamente nada, tenía que ver con la vida que había dejado atrás.
Aquí no había lujos, ni jardines cuidados, ni seguridad.
La zona era peligrosa, sucia, y el aire olía a desesperanza mezclada con humo de carros viejos y basura acumulada en las esquinas.
Gente con rostros cansados caminaba rápido, vigilando cada movimiento, cuidando cada centavo.
Era un mundo al que Asha jamás había pertenecido, un lugar donde sus pasos resonaban incómodos, ajenos.
Iker bajó del auto y la tomó del brazo, notando su desconcierto.
—Lo siento, mi amor —dijo con voz cargada de sinceridad—. Te prometo que, en cuanto pueda, vamos a salir de aquí. Te voy a llevar a un