Melissa bajó del auto con una serenidad que desmentía la tormenta que acababa de desatarse frente a ella.
Su vestido blanco ondeaba ligeramente con la brisa matutina, dándole un aire etéreo, casi irreal. Era hermosa. No solo por el vestido, por el tocado o el maquillaje delicado, sino por la convicción que se dibujaba en cada paso firme, en la dignidad que envolvía su porte, en la luz que brillaba en sus ojos decididos.
Por un instante quiso sentir miedo de ese hombre, sentir la nostalgia o la melancolía de lo que no fue, pero no pudo, solo sintió frustración, como si él fuese solo ahora, un estorbo en su camino.
Frente a ella, parado en medio del camino como un espectro del pasado que se negaba a desaparecer, estaba Sebastián.
La miraba como si la estuviera viendo por primera vez. Y quizás así era. Porque aquella mujer no era la Melissa que alguna vez le lloró, que le imploró amor, que sufrió en silencio por su desprecio. No. Esa Melissa había muerto.
—¿Qué haces aquí? —espetó ella c