Asha subió al auto con las manos temblorosas.
El corazón le latía con fuerza, no de miedo, sino de vértigo emocional. Era como lanzarse al vacío, sin saber si habría red abajo.
Iker encendió el motor de su viejo Ford color vino, que rugió como un animal cansado. Nadie dijo nada al principio. El silencio fue tan abrumador que se volvió ensordecedor.
Atrás quedaba la mansión Durance, la casa donde había dado sus primeros pasos, donde había llorado en brazos de su madre, donde había sido tan feliz con su familia, y ahora los abandonaba, no podía echarse atrás, porque el amor estaba en ese momento de locura, en que parecía eterno.
Asha miró por el espejo retrovisor. La mansión se alejaba cada vez más hasta volverse una silueta gris entre los árboles.
Y entonces, sin poder contenerse, las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas como una lluvia silenciosa.
No era tristeza exactamente… era pérdida. Era duelo.
Iker notó su respiración entrecortada y desvió brevemente la mirada hacia