La oscuridad envolvía el almacén abandonado como una mortaja. El olor a humedad y óxido impregnaba cada rincón, mezclándose con el aroma metálico de la sangre que goteaba de la ceja partida de Valeria. Sus muñecas, atadas con bridas de plástico a una silla metálica, mostraban marcas rojizas por sus intentos de liberarse.
Tres hombres la rodeaban. El más alto, con una cicatriz que le atravesaba la mejilla izquierda, se inclinó hacia ella.
—Tu novio italiano tiene muchos enemigos, preciosa —susurró, su aliento a tabaco y whisky barato golpeando el rostro de Valeria—. Cuando sepa que te tenemos, vendrá corriendo.
Valeria escupió a sus pies. —Enzo no es tan estúpido.
El hombre sonrió, revelando un diente de oro. —Todos los hombres se vuelven estúpidos por amor. Incluso el gran Enzo Costa.
La bofetada que siguió hizo que Valeria viera estrellas. El sabor metálico de la sangre inundó su boca, pero se negó a mostrar debilidad. Había sobrevivido a peores s