Mundo ficciónIniciar sesiónAquí tienes el Capítulo 7 de "Propiedad del Diablo Sinclair". Está diseñado para mantener la presión psicológica, con diálogos punzantes y la revelación de secretos que cambiarán la percepción de Katie sobre Leonard.
El aire en el despacho era tan denso que Katie sentía que el oxígeno se cristalizaba en sus pulmones. El diario seguía en el suelo, abierto como una herida sangrante que revelaba la verdad detrás de su matrimonio. Leonard no se movía; su silueta en la silla de ruedas parecía fundirse con las sombras del mobiliario de roble.
—Recógelo —ordenó Leonard. Su voz no era un grito, era algo peor: un susurro cargado de una autoridad absoluta.
Katie no obedeció. Retrocedió hasta que su espalda chocó contra la estantería de libros.
—¿Quién fue, Leonard? ¿A quién te refieres en estas páginas? Mi padre es un hombre de negocios, no un asesino. Él ni siquiera sabe usar una herramienta de corte.
Leonard soltó una risa amarga y accionó el control de su silla, acercándose hasta que las puntas de sus zapatos casi rozaron los pies descalzos de Katie.
—Tu padre es un cobarde, Katie. Y los cobardes son los que contratan a otros para que aprieten el gatillo o corten los frenos. ¿Realmente crees que los Moore perdieron sus viñedos por mala suerte? Los asfixié porque cada vez que miraba mis piernas muertas, veía el rostro de tu familia brindando con el vino que yo les financiaba.
—¡Estás loco! —estalló ella, las lágrimas de frustración resbalando por sus mejillas—. Si tenías pruebas, ¿por qué no fuiste a la policía? ¿Por qué comprarme a mí?
Leonard se inclinó hacia adelante, atrapando las manos de Katie con las suyas. Sus dedos estaban fríos, pero su agarre era como el hierro.
—Porque la cárcel es demasiado piadosa para un Moore. Yo quería que vieran cómo su bien más preciado, su "princesa de porcelana", terminaba en la cama de un lisiado. Quería que cada vez que tu padre recibiera un cheque mío, recordara que el precio era la dignidad de su hija.
—¡No soy un objeto de cambio! —gritó Katie, intentando zafarse.
—¡Lo eres desde el momento en que tu padre firmó el contrato! —rugió él, obligándola a agacharse para quedar a su altura—. Mírame, Katie. Mira estas piernas que no sienten nada. ¿Sabes lo que hay debajo de esta manta? ¿Sabes lo que realmente oculto bajo esta silla?
Katie tembló. Leonard, con un movimiento brusco, tiró de la manta que siempre cubría sus piernas. Ella esperó ver atrofia, pero lo que vio la dejó sin aliento. Leonard llevaba unas abrazaderas metálicas de tecnología avanzada, con luces LED que parpadeaban suavemente en azul.
—¿Qué es esto? —susurró ella, estirando una mano con curiosidad temerosa.
—Es el secreto que Vanessa no pudo soportar —dijo Leonard, soltando sus manos—. Es un sistema de estimulación neuronal experimental. Duele como si mil agujas de fuego atravesaran mi columna cada segundo que está encendido. Pero es la única forma en que puedo mantenerme erguido por unos minutos cuando nadie mira.
—Por eso... por eso el beso —comprendió Katie—. Estabas usándolas para sostenerte mientras me besabas frente a ella. Estabas sufriendo.
—El dolor es un viejo amigo, Katie. Lo prefiero a la compasión. Vanessa quería un marido perfecto; yo solo quería que viera que incluso roto, soy más hombre de lo que ella podrá manejar jamás.
Leonard accionó un interruptor en el costado de su silla. Un sonido hidráulico siseó en el silencio del despacho. Katie vio, con horror y fascinación, cómo Leonard empezaba a elevarse. Sus piernas, reforzadas por el metal biótico, temblaban violentamente, pero logró ponerse de pie.
Era altísimo. Su presencia física, ahora que estaba erguido, era abrumadora. Se tambaleó y Katie, instintivamente, dio un paso adelante para sostenerlo por la cintura.
—No me toques —gruñó él, aunque sus manos se clavaron en los hombros de ella para no caer.
—Déjame ayudarte, Leonard. Estás sudando, te vas a desmayar.
—¡He dicho que no! —Él la empujó levemente, pero el esfuerzo lo venció y terminaron ambos contra la pared.
Katie sintió el peso del cuerpo de Leonard sobre el suyo. Podía sentir el calor de su pecho, el ritmo acelerado de su corazón y el metal frío de las abrazaderas presionando sus muslos. Por un momento, el odio pareció evaporarse, reemplazado por una vulnerabilidad cruda.
—¿Por qué me lo muestras? —preguntó Katie, con la respiración entrecortada—. Si me odias tanto, ¿por qué dejarme ver tu debilidad?
Leonard hundió el rostro en el hueco del cuello de Katie. Su respiración era errática.
—Porque eres la única persona en este mundo que tiene prohibido sentir lástima por mí —susurró él—. Tienes que odiarme, Katie. Si me tienes lástima, no podré terminar mi venganza. Si me miras con esos ojos llenos de compasión, me debilitas más que cualquier accidente.
—No te tengo lástima, Leonard —dijo ella, rodeando con sus brazos la espalda de él, sintiendo los músculos tensos como cuerdas de piano—. Siento horror por lo que te hicieron. Pero si mi padre es culpable, yo no lo soy. No puedes castigarme por un pecado que no cometí.
Leonard se separó lo justo para mirarla a los ojos. Su rostro estaba a milímetros del de ella. El dolor de las máquinas en sus piernas estaba llegando a su límite; Katie veía cómo sus pupilas se dilataban por la agonía.
—En este mundo, los hijos pagan las deudas de los padres —sentenció él—. Mañana iremos a los viñedos. Quiero que veas cómo los demuelo para construir mi nueva fábrica de tecnología médica. Quiero que veas cómo entierro tu pasado.
—No lo harás. No puedes ser tan cruel.
—Mírame, Katie. Soy el Diablo Sinclair. La crueldad es lo único que me queda.
Leonard soltó un grito ahogado cuando una de las abrazaderas emitió un pitido de advertencia. Sus piernas cedieron y cayó de vuelta en la silla de ruedas con un golpe sordo. Se cubrió el rostro con las manos, respirando con dificultad.
Katie se quedó de pie frente a él, alisándose el vestido. La imagen del hombre poderoso y la del hombre sufriente se mezclaban en su mente, creando un rompecabezas que no sabía cómo armar.
—Vete de aquí —dijo Leonard, recuperando su máscara de frialdad—. Y llévate ese diario. Guárdalo. Que sea tu recordatorio diario de por qué estás en esta casa. No estás aquí por amor, estás aquí por una deuda de sangre.
Katie recogió el diario del suelo. Lo apretó contra su pecho como si fuera un escudo.
—Tal vez me compraste, Leonard —dijo ella antes de salir—. Pero hoy he visto algo que no puedes controlar.
—¿Y qué es eso según tú, pequeña Moore?
Katie se detuvo en la puerta y lo miró por encima del hombro.
—Has visto que, a pesar de todo tu odio, todavía tienes miedo de estar solo. Y ese es un secreto mucho más grande que el de tus piernas.
Salió del despacho sin esperar respuesta, dejando a Leonard Sinclair en la oscuridad, rodeado por el eco de una verdad que no estaba listo para aceptar. Mientras caminaba por el pasillo, Katie abrió el diario una vez más en la última página escrita. Había una frase que no había visto antes, escrita con una letra mucho más suave:
"Ella huele a uvas y a esperanza. Es el único veneno que mi cuerpo se niega a rechazar".
Katie cerró el diario y sintió un escalofrío. La guerra apenas estaba comenzando, y ella no sabía si su mayor enemigo era Leonard... o su propio corazón.







