12 | El regreso del gigante

La luz roja de emergencia en el búnker pintaba el rostro de Katie Moore con un matiz sanguinario. El eco de las explosiones en los niveles superiores aún vibraba en sus pies, pero el verdadero estruendo ocurría dentro de su pecho. Leonard Sinclair, erguido sobre sus piernas de metal biótico, la miraba con una intensidad que quemaba más que cualquier incendio.

—Sterling no va a confesar solo porque le apuntemos con un arma —dijo Katie, su voz cortando el aire cargado de ozono—. Él es un tiburón de la vieja escuela. Si siente que lo estamos cazando, destruirá las pruebas antes de que podamos usarlas.

—¿Y qué sugieres, pequeña Moore? —gruñó Leonard, apretando los dientes mientras el sistema de su pierna derecha emitía un siseo de advertencia—. ¿Que lo invitemos a otra cena de etiqueta?

—Sugiero que usemos lo que él cree que es mi debilidad —Katie se acercó a Leonard, ajustando la solapa de su chaqueta—. Él cree que soy una mujer asustada, una mercancía que tú compraste y que busca una salida. Esta noche tiene una reserva en El Elíseo. Cree que estaré allí llorando mis penas. Déjame ir. Déjame seducirlo, Leonard. Una mujer despechada es la mejor confidente para un traidor orgulloso.

Leonard la tomó del brazo con tal fuerza que Katie soltó un jadeo. Sus ojos, antes plateados por la luz, ahora eran pozos de una furia posesiva absoluta.

—¿Seducirlo? —la voz de Leonard era un trueno contenido—. ¿Quieres sentarte a la mesa con el hombre que me lisió, cruzar las piernas y ofrecerle una sonrisa a cambio de secretos? ¡Ni en un millón de años! Eres mi esposa, Katie. No eres un peón que voy a lanzar a la cama de un viejo decrépito para obtener información.

—¡Es la única forma de conseguir el nombre del Ouroboros! —gritó ella, zafándose de su agarre—. Tú no puedes entrar allí, Leonard. El mundo cree que estás confinado a una silla y que tu casa está bajo ataque. Si yo voy, seré el caballo de Troya.

—¡He dicho que no! —Leonard golpeó la mesa, haciendo que la porcelana saltara—. Malcom, encierra a la señora Moore en la suite de seguridad. Si intenta salir, usa la fuerza si es necesario. No voy a permitir que te toque ni el aire de ese club.

Leonard dio media vuelta, su caminar mecánico era pesado y errático, pero lleno de una voluntad aterradora. Katie observó cómo se alejaba hacia su centro de mando. No era solo estrategia; eran celos. Unos celos salvajes que Leonard se negaba a admitir.


Dos horas después, la suite de seguridad estaba en silencio. Katie Moore, sin embargo, no era la misma mujer que Leonard había comprado semanas atrás. Había aprendido que en la mansión Sinclair, cada cerradura electrónica tenía una falla si sabías dónde presionar. Usando un clip para el cabello y el conocimiento básico de circuitos que había observado en los técnicos de Leonard, Katie logró cortocircuitar el panel de la puerta.

Se vistió con un vestido de seda negro, con la espalda totalmente descubierta y una abertura en la pierna que desafiaba la decencia. Era su armadura.

Escapó por el conducto de ventilación de la lavandería y se escabulló por el jardín trasero, evadiendo a los guardias que estaban distraídos reforzando el perímetro tras el ataque. Pidió un taxi desde un teléfono desechable y, veinte minutos después, estaba frente a las puertas doradas de El Elíseo.

El club era un nido de víboras bañadas en champán. Katie entró con la cabeza en alto, sintiendo las miradas de los hombres devorando su piel. Divisó a Sterling en un reservado VIP, rodeado de modelos y socios. Se acercó con paso felino, fingiendo una vulnerabilidad que no sentía.

—Sr. Sterling —susurró Katie, dejando que una lágrima falsa brillara en su ojo—. Necesito ayuda. Leonard se ha vuelto loco... no puedo volver a esa casa.

Sterling, con su anillo de serpiente brillando bajo las luces estroboscópicas, sonrió de una forma que hizo que a Katie se le revolviera el estómago.

—Pobre niña. Sabía que el Diablo Sinclair terminaría rompiéndote. Siéntate, querida. Cuéntamelo todo. Aquí estás a salvo de sus... limitaciones.

Katie se sentó, permitiendo que Sterling pusiera una mano sobre su rodilla. Sentía asco, pero su mente estaba enfocada en el micrófono oculto en su gargantilla.

—Él tiene pruebas, Sterling —mintió ella, acercándose a su oído—. Sabe lo del Ouroboros. Dice que Vance es el cabecilla, pero yo sé que Vance no tiene el cerebro para esto. Eres tú, ¿verdad? Eres tú quien va a salvar la empresa de la ruina de Leonard.

Sterling rió, su mano subiendo por el muslo de Katie. —Vance es un idiota, Katie. El Ouroboros no es un hombre, es un ideal. Pero sí, fui yo quien movió las piezas. Leonard Sinclair es un error de la naturaleza que debió morir en ese coche. Y ahora que tengo a su preciosa esposa aquí, entregándome sus miedos...

De repente, la música del club se detuvo con un chirrido violento. El silencio que siguió fue absoluto, roto solo por el sonido de unos pasos metálicos, pesados y rítmicos, que venían desde la entrada principal.

Katie se giró, el corazón deteniéndosele.

A través de la bruma de humo y luces bajas, apareció una figura que parecía salida de una pesadilla tecnológica. Leonard Sinclair ya no estaba en su silla de ruedas. Estaba de pie, pero no con las abrazaderas delgadas del despacho. Esta vez llevaba un prototipo de exoesqueleto táctico por fuera de su traje italiano; una estructura de titanio y fibra de carbono que envolvía sus piernas y parte de su torso, dándole una estatura física imponente que superaba el metro noventa.

Los pistones hidráulicos de sus piernas zumbaban con cada paso. Leonard caminaba con una calma letal, sus ojos clavados en la mano de Sterling que aún tocaba a Katie.

—Quita tu sucia mano de mi propiedad, Sterling —la voz de Leonard se proyectó a través de los altavoces del club, amplificada y distorsionada por la furia.

El pánico estalló en el reservado. Sterling se puso de pie, pálido como un muerto. —¿Leonard? ¿Cómo es posible? ¡Tú estás inválido!

Leonard llegó al reservado. Su presencia era la de un gigante de metal. Agarró a Sterling por el cuello del traje con una sola mano, levantándolo varios centímetros del suelo gracias a la potencia asistida de su exoesqueleto.

—¿Crees que un poco de metal roto iba a detenerme? —Leonard se acercó al rostro de Sterling. El zumbido de los motores de sus brazos era lo único que se oía—. Cometiste tres errores, viejo estúpido. El primero fue intentar matarme. El segundo fue pensar que podías robar mi empresa.

Leonard giró su mirada hacia Katie, quien lo observaba con una mezcla de terror y una extraña fascinación. Sus ojos prometían un castigo severo para ella más tarde, pero ahora, el Diablo estaba en modo de ejecución.

—¿Y el tercero? —balbuceó Sterling, asfixiándose.

—El tercero —dijo Leonard, apretando más el agarre— fue ponerle una mano encima a mi esposa. Nadie toca lo que es mío y vive para contarlo.

Con un movimiento fluido, Leonard lanzó a Sterling contra la mesa de cristal, que estalló en mil pedazos. El club se convirtió en un caos. Leonard se mantuvo firme, sus piernas de titanio ancladas al suelo como columnas de una catedral.

Se giró hacia Katie. Ella retrocedió un paso, intimidada por la estatura física y la ferocidad que emanaba de él. Leonard extendió una mano enguantada.

—A casa. Ahora —ordenó Leonard. Su voz no admitía réplicas.

Katie tomó su mano. Al contacto, sintió la vibración de la máquina y el calor del hombre. Leonard la atrajo hacia su costado, protegiéndola con su cuerpo masivo mientras salían del club caminando entre la multitud que se abría paso ante el Gigante de Sinclair.

Había recuperado su estatura, pero Katie sabía que el precio de ese milagro tecnológico sería una guerra sin cuartel. Y ella, por haber desobedecido, estaba a punto de descubrir que el Diablo, cuando camina, es mucho más peligroso que cuando espera en su trono de sombras.

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