Mundo ficciónIniciar sesiónEl lujo no desaparecía en la mansión Sinclair, simplemente se volvía más aterrador. Leonard había ordenado trasladar una mesa de caoba maciza, vajilla de porcelana negra y cristalería de Baccarat al subnivel 4, una zona reforzada con muros de plomo y bloqueadores de señal. El contraste era grotesco: una cena de etiqueta en medio de una sala de interrogatorios de alta tecnología.
Katie entró en el búnker sosteniendo la mano de su hermano, Thomas. Él estaba temblando. A pesar de llevar ropa limpia que Malcom le había proporcionado, el joven Moore parecía un animal herido frente a los faros de un camión.
Leonard ya estaba en la cabecera de la mesa. El resplandor de las pantallas de seguridad a su espalda le confería un aura demoníaca.
—Siéntense —dijo Leonard, señalando los platos con un movimiento elegante de su mano izquierda. Su mano derecha estaba vendada, ocultando el corte del pacto de sangre—. No todos los días se cena con un hombre que ha regresado de la tumba.
—Leonard, por favor —suplicó Katie, sentándose al lado de su hermano—. Él no está aquí como un prisionero.
—Está aquí para pagar su entrada a la libertad, Katie —respondió Leonard, clavando su cuchillo en un filete casi crudo—. Thomas, cuéntame una historia que valga los diez millones que me ha costado no entregarte a la policía ahora mismo por falsificación de identidad.
Thomas tragó saliva, mirando el vino en su copa como si fuera veneno. —No fue James Ford quien ideó el plan, Leonard. Él solo fue el brazo ejecutor. El músculo. El dinero y la logística vinieron de adentro.
Leonard dejó de masticar. Sus ojos se oscurecieron. —James Ford es un mercenario con aspiraciones. ¿Quién le pagó para que cortara mis frenos?
—Yo estaba en el garaje esa noche —comenzó Thomas, con voz quebradiza—. Mi padre me envió a pedirte un préstamo desesperado, pero me escondí cuando escuché entrar a alguien. No era Ford. Era un hombre con un traje de tres mil dólares. Se movía con total confianza, como si fuera el dueño del lugar. Le entregó a Ford un dispositivo de anulación electrónica para los frenos de tu coche.
—¿Viste su rostro? —preguntó Leonard, inclinándose hacia adelante, ignorando el dolor punzante en sus piernas.
—No el rostro completo, pero vi su anillo. Un sello de oro con la doble "S" entrelazada de los fundadores originales de Sinclair Industries. Pero tenía un grabado adicional: una serpiente enroscada en la letra.
Leonard sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con la temperatura del sótano. Ese anillo solo lo poseían los miembros de la junta directiva que habían estado con su abuelo desde el principio.
—Hay un infiltrado —susurró Katie, horrorizada—. Alguien que se sienta a tu mesa en las reuniones, Leonard. Alguien que te mira a la cara todos los días.
—No solo eso —continuó Thomas, ganando valor—. Ford recibió un pago de una cuenta offshore vinculada a una empresa llamada Ouroboros. Esa empresa ha estado comprando silenciosamente las acciones que tú perdiste tras el accidente. El plan no era matarte, Leonard. Era lisiarte para que la empresa perdiera valor, comprarla a precio de saldo y luego... eliminarte cuando ya no fueras útil.
Leonard soltó los cubiertos, que golpearon el plato con un sonido metálico estridente.
—Sterling —gruñó Leonard—. El viejo Sterling ha estado en la junta desde antes de que yo naciera.
—O quizá alguien más joven con más ambición —intervino Thomas—. Ford decía que "el jefe" estaba impaciente porque aún no habías muerto de una infección o de depresión.
Leonard se quedó sumergido en un silencio gélido. Katie intentó tomar su mano, pero él la apartó bruscamente. Su mente estaba procesando miles de datos, cruzando agendas y estados financieros. Si lo que Thomas decía era cierto, su imperio era un campo de minas y él estaba sentado en el centro.
—Malcom —llamó Leonard por el intercomunicador—. Quiero una auditoría completa de los movimientos de Sterling y del vicepresidente Vance en las últimas cuarenta y ocho horas.
—Señor —la voz de Malcom sonó extraña, algo distorsionada—, hay un problema con las comunicaciones locales. Estoy detectando una interferencia proveniente de... de su propia ubicación.
Leonard frunció el ceño. Sus pantallas empezaron a parpadear. Un pitido rítmico, casi inaudible, empezó a sonar en la sala. Leonard bajó la vista hacia su silla de ruedas de fibra de carbono. El sonido venía de abajo, cerca del motor de propulsión neuronal.
—Katie, apártate —ordenó Leonard, su voz cargada de una urgencia letal.
—¿Qué pasa?
Leonard sacó un pequeño escáner térmico de su bolsillo y lo pasó por la estructura de su silla. Una luz roja intensa parpadeó debajo del asiento, justo en el eje de la columna de dirección.
—Es un rastreador activo de grado militar —dijo Leonard, sus dedos temblando de rabia—. Y no solo rastrea mi posición. Es un micrófono de largo alcance y un emisor de pulso.
—¡Han estado escuchando todo! —gritó Katie, cubriéndose la boca—. Todo lo que Thomas acaba de decir... el pacto... el secreto de las piernas...
—Lo han estado escuchando desde que salí del hospital —concluyó Leonard, su rostro transformándose en una máscara de pura furia—. Sabían que Thomas estaba vivo antes de que tú me lo dijeras. El ataque en los viñedos no fue para secuestrarte, Katie. Fue para probar mi unidad Sombra y ver cuánto me importabas.
Leonard golpeó el reposabrazos con el puño. Se sentía violado en su propio refugio. El enemigo no estaba solo en la junta directiva; el enemigo tenía acceso a su equipo médico, a sus mecánicos, a su propia casa.
—Estamos atrapados aquí abajo —dijo Thomas, entrando en pánico—. Si tienen un rastreador, saben que estamos todos juntos.
De repente, las luces del búnker parpadearon y se apagaron, dejando la sala sumergida en el brillo rojo de las luces de emergencia. Un sonido sordo de explosión retumbó en las plantas superiores, haciendo que el techo vibrara.
—No estamos atrapados, Thomas —dijo Leonard, activando manualmente el soporte de sus piernas metálicas con un clic metálico rotundo—. Estamos en una zona de guerra. Malcom, activa el Protocolo Cero. No quiero sobrevivientes en el perímetro exterior.
Leonard miró a Katie. El miedo en los ojos de ella se reflejaba en los suyos, pero debajo de eso, había una resolución salvaje.
—Me preguntaste una vez por qué te compré, Katie —dijo Leonard mientras sacaba una pistola semiautomática de un compartimento oculto en su silla—. Ahora lo sabes. Te compré porque sabía que este día llegaría. Y hoy, vamos a descubrir si eres capaz de disparar contra los que intentaron destruir a tu familia y a la mía.
—No soy una asesina, Leonard —respondió ella, aunque tomó el arma que él le ofrecía.
—Hoy no hay esposos, ni esposas, ni deudas —sentenció Leonard, poniéndose de pie con un esfuerzo hercúleo, sus piernas mecánicas zumbando mientras lo mantenían erguido—. Hoy solo hay Sinclair contra el mundo. Y el mundo está a punto de recordar por qué me llaman el Diablo.
Leonard avanzó hacia la puerta blindada, dejando su silla de ruedas atrás por primera vez. Katie y Thomas lo siguieron hacia la oscuridad del pasillo, mientras arriba, el estruendo del fuego y el metal indicaba que el enemigo finalmente había decidido terminar el trabajo que empezaron hace dos años.
La cacería había comenzado, pero el Diablo ya no estaba en su silla; ahora caminaba, y tenía sed de sangre.







