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13 | Traición el club privado

CAPÍTULO 13: TRAICIÓN EN EL CLUB PRIVADO

El estruendo del cristal rompiéndose aún resonaba en las paredes aterciopeladas de El Elíseo. El silencio que siguió no fue de paz, sino de puro terror. Leonard Sinclair, erguido sobre su armadura de titanio y fibra de carbono, parecía un dios de la guerra antiguo renacido en una era de cables y pistones. Sterling, el hombre que había manejado los hilos de la junta directiva durante décadas, gemía en el suelo, rodeado de fragmentos de champán caro y sangre.

—¡Seguridad! ¡Mátenlo! ¡Es un lisiado con un juguete caro! —gritó Sterling, arrastrándose hacia atrás.

Cuatro guardias del club, hombres entrenados en combate urbano, se abalanzaron sobre Leonard. Katie ahogó un grito, pero Leonard ni siquiera parpadeó. Su movilidad era limitada, sí; sus giros no eran fluidos, pero su fuerza estaba multiplicada por la potencia asistida del exoesqueleto.

Cuando el primer guardia intentó golpearlo con una porra extensible, Leonard bloqueó el ataque con el antebrazo reforzado. El sonido del hueso rompiéndose fue seco, brutal. Sin darle tiempo a reaccionar, Leonard lo sujetó por la solapa y lo lanzó contra una columna con una facilidad pasmosa. Los otros tres dudaron, y ese fue su error.

Leonard dio un paso adelante, el zumbido de los motores hidráulicos de sus piernas llenando el espacio. Con un movimiento corto y preciso, asestó un golpe de palma en el pecho del segundo atacante, enviándolo al suelo sin aire. El tercer guardia sacó una navaja, pero Leonard atrapó su muñeca y la retorció hasta que el metal cayó al suelo. Era un depredador letal que no necesitaba correr para dominar el territorio.

—¿Alguien más quiere probar la tecnología Sinclair? —preguntó Leonard, su voz resonando con una vibración metálica a través del sistema de audio del traje.

Nadie se movió. Katie observaba la escena con una mezcla de horror y una extraña, oscura fascinación. El hombre que la había comprado no era solo un genio amargado en una silla; era una fuerza de la naturaleza que se negaba a ser doblegada por el destino.

Leonard se volvió hacia Sterling y lo levantó del suelo, estampándolo contra la pared de mármol.

—Ahora, hablemos de Ouroboros, Sterling —dijo Leonard, su rostro a milímetros del del anciano—. Dame un motivo para no arrojarte desde este balcón ahora mismo.

—¡No fui solo yo! —chilló Sterling, el pánico rompiendo su fachada de aristócrata—. ¡Vance puso los contactos, pero el silencio... el silencio fue lo más caro de comprar!

Leonard apretó el cuello de Sterling. —¿De qué silencio hablas?

Sterling soltó una carcajada histérica, mirando a Katie con unos ojos inyectados en sangre.

—¡Pregúntale a ella! ¡Pregúntale a la pequeña princesa Moore! ¿Crees que tu accidente fue un secreto para todos? ¡El padre de Katie, el gran Arthur Moore, sabía quiénes cortaron los frenos esa noche! ¡Él vio las grabaciones antes de que desaparecieran!

Katie sintió que el mundo se detenía. —Mientes —susurró, dando un paso adelante—. Mi padre nunca... él estaba destrozado por el accidente.

—¡Estaba destrozado por sus deudas! —escupió Sterling—. Le pagamos diez millones de dólares para que quemara las cintas de seguridad del garaje. Tu padre no solo sabía que Leonard iba a ser atacado, sino que dejó que sucediera para salvar sus benditos viñedos. ¡Te vendió a él para ocultar su propia culpa, Katie! ¡Eres el pago por su silencio criminal!

Leonard soltó a Sterling. El anciano cayó al suelo como un fardo de ropa vieja. Leonard se giró lentamente hacia Katie. La estructura del exoesqueleto crujió mientras él procesaba la información. El odio que Leonard había alimentado durante dos años contra los Moore de repente encontró una justificación que superaba sus peores sospechas.

Katie estaba pálida, sus manos temblaban violentamente. —Leonard... él miente. Mi padre no... él no sería capaz de algo así.

—¡Mira los registros de la cuenta secreta de tu padre en las Islas Caimán, niña! —gritó Sterling desde el suelo—. ¡La fecha coincide con la semana del accidente! ¡Tu padre te entregó a Leonard para que el Diablo no sospechara de él! ¡Toda vuestra miseria es un plan de Arthur Moore para salvarse el pellejo!

Katie colapsó. Sus piernas cedieron y cayó de rodillas en medio de la pista de baile. La traición de Leonard era esperada, era un contrato, un negocio; pero la traición de su propio padre, el hombre por el que ella había sacrificado su dignidad y su libertad, era un puñal que le partía el alma en dos.

—Me vendió... —sollozó Katie, ocultando el rostro entre sus manos—. No me salvó... me usó como escudo.

Leonard dio un paso hacia ella. El zumbido de sus piernas era lo único que se escuchaba en el club devastado. Sus ojos, antes llenos de una furia gélida, se suavizaron por un instante al ver a la mujer que amaba romperse frente a sus ojos.

La lógica del Diablo le decía que este era el momento perfecto. Podía terminar de destruir a los Moore. Podía arrestar a Arthur, dejar que Katie se hundiera en la vergüenza y reclamar cada centímetro de su alma como compensación. Su venganza estaba completa. Tenía al traidor de la junta y al traidor de la familia de ella.

Sin embargo, al ver a Katie así, tan pequeña y vulnerable en el suelo, Leonard sintió algo que su exoesqueleto no podía procesar. Sintió una punzada de protección que no figuraba en sus algoritmos de poder.

—Malcom —dijo Leonard por el intercomunicador, su voz volviendo a ser firme—. Lleva a Sterling al sótano de la mansión. Que nadie lo toque hasta que yo llegue.

Leonard se acercó a Katie. El metal de sus piernas brillaba bajo las luces del club. Se inclinó, un movimiento costoso y doloroso que hizo que el sistema de asistencia neuronal emitiera un chirrido de esfuerzo. Con una mano enguantada en fibra de carbono, le tomó el mentón y la obligó a mirarlo.

—Levántate —le dijo. No fue una orden cruel, sino una demanda de fortaleza.

—¿Por qué? —preguntó ella con los ojos anegados en lágrimas—. Sterling tiene razón. Mi familia es una mentira. Hazlo, Leonard. Termina de destruirnos. Envía a mi padre a la cárcel. Réstate el resto de mi vida del contrato. Ya no tengo nada por lo que luchar.

Leonard la miró fijamente. En ese momento, la decisión que cambiaría el rumbo de sus vidas se selló. Él podía ser el Diablo que cobraba la deuda, o podía ser el hombre que la rescataba de sus propias cenizas.

—No voy a enviar a tu padre a la cárcel todavía —dijo Leonard, su voz ronca—. No porque no se lo merezca. Sino porque tú no vas a pagar por los pecados de un viejo cobarde.

Leonard la levantó del suelo con una fuerza asombrosa, sosteniéndola contra su pecho metálico. Katie se aferró a las placas de titanio de su pecho, llorando amargamente. Leonard la rodeó con sus brazos, su figura masiva protegiéndola de las miradas de los sobrevivientes del club.

—El contrato de los veinte millones ha terminado, Katie —susurró Leonard al oído de ella, mientras empezaba a caminar hacia la salida, ignorando el dolor punzante en su columna—. A partir de ahora, no estás conmigo porque me debas dinero. Estás conmigo porque yo he decidido que nadie más volverá a lastimarte. Ni siquiera tu propia sangre.

Leonard salió de El Elíseo cargando a Katie Moore en sus brazos, caminando con la pesadez de un gigante pero con la determinación de un hombre que acababa de encontrar algo mucho más valioso que la venganza: un motivo para seguir de pie.

Arthur Moore había cometido el error de vender a su hija al Diablo, pero no contó con que el Diablo se enamoraría de su adquisición. Y ahora, el infierno entero se desataría contra los que intentaron jugar con el corazón de Leonard Sinclair.

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