Hugo contemplaba el mapa extendido sobre la mesa de roble de su despacho. Era tarde, la ciudad ya dormía, pero su mente hervía de planes como un volcán al borde de la erupción. La luz amarillenta de la lámpara de escritorio proyectaba su sombra larga y torcida sobre los muros, recordándole cada segundo que su tiempo se agotaba. No podía permitirse otra derrota. Si la familia Thoberck había celebrado con copas y risas la caída de sus viejas intrigas, pronto sabrían que lo suyo era apenas el comienzo de una guerra más calculada.
No estaba solo. Frente a él, de pie como soldados esperando órdenes, dos figuras permanecían en silencio.
El primero era Ercik, un ex militar de porte imponente, con los brazos cruzados sobre el pecho y un rostro endurecido por cicatrices que no eran solo físicas. La guerra lo había curtido en estrategia y sangre, y aunque ya no portaba uniforme, seguía siendo un hombre acostumbrado a obedecer y ejecutar sin titubeos.
La segunda era Suji, mucho más joven, de cab