El aire en la oficina de la Agencia estaba cargado de tensión. Emilia repasaba una y otra vez las pruebas que habían logrado obtener en la discoteca: videos, fotografías, listas de nombres, transferencias electrónicas. Todo indicaba que no se trataba de un simple negocio clandestino, sino de una red perfectamente organizada que tenía raíces en la alta sociedad.
Maike, recostado en la silla con expresión grave, rompió el silencio.
—Emilia… hay algo que no me cuadra. Todos los nombres que hemos cruzado llevan a un mismo contacto. Mira este.
Extendió una carpeta hacia ella. Emilia la abrió y sintió que el corazón le daba un vuelco. El apellido brillaba en tinta negra: Thoberck.
—No puede ser… —susurró, con un hilo de voz—.
—Sí puede —respondió Maike con serenidad, aunque sus ojos reflejaban preocupación—. Todo apunta a tu cuñado… o mejor dicho, al primo de Lucas.
El estómago de Emilia se encogió. Recordaba perfectamente a aquel hombre arrogante, siempre con una sonrisa venenosa y un com