Capítulo 4 – Bajo las sábanas

La luz del amanecer se filtraba tímidamente por los ventanales de la habitación, bañando las sábanas blancas con destellos dorados. Emilia abrió los ojos lentamente, con la respiración aún agitada, como si su cuerpo siguiera recordando la intensidad de la noche anterior.

Lo primero que vio fue el pecho desnudo de Lucas, firme y cálido, a escasos centímetros de su rostro. Su brazo la rodeaba con fuerza, como si incluso dormido temiera perderla. Emilia suspiró quedamente, dejando que su mejilla descansara en esa piel que olía a deseo, a hombre, a refugio.

Por un instante creyó que soñaba. Que todo había sido un invento de su mente cansada, un deseo prohibido hecho ilusión. Pero entonces, Lucas se movió, y sus labios rozaron su frente con un beso distraído, aún en medio del sueño.

Ese gesto tan simple, tan íntimo, derritió a Emilia.

Cuando él abrió los ojos, sus miradas se encontraron en un silencio cargado de electricidad. Lucas sonrió con esa mezcla de ternura y hambre que la hacía estremecer.

—Buenos días, promesa —murmuró, acariciándole la mejilla con la yema de los dedos.

Emilia sintió cómo el calor subía a sus mejillas.

—Buenos días… —susurró, apenas audible.

No hubo más palabras. Lucas inclinó el rostro y buscó sus labios en un beso lento, dulce al principio, pero pronto cargado de deseo. Emilia se dejó llevar, su cuerpo reaccionando de inmediato al contacto. Se aferró a él, hundiendo los dedos en su cabello, mientras sus lenguas se entrelazaban con una urgencia familiar, como si ya hubieran pasado mil vidas buscándose.

La sábana se deslizó un poco, dejando al descubierto la curva de su espalda desnuda. Lucas bajó la mano por su cintura, acariciándola con lentitud, como si quisiera memorizar cada rincón de su piel. Emilia gimió suavemente contra su boca, arqueando el cuerpo hacia él.

—Anoche fue un incendio… —susurró Lucas contra sus labios, besándola entre frases—. Pero todavía no es suficiente.

Su voz ronca, cargada de deseo, la encendió aún más. Emilia sintió cómo su cuerpo respondía sin resistencia. El roce de sus muslos bajo las sábanas, el calor de su piel contra la de él, la envolvieron en una atmósfera íntima que parecía no tener fin.

Lucas la giró con suavidad, colocándola sobre él, y la miró con esa intensidad que la dejaba sin aliento.

—Quiero que me mires así cada mañana… —dijo, con un brillo ardiente en los ojos.

Emilia no pudo responder. Solo bajó los labios a su cuello, besándolo con delicadeza primero, con hambre después. Sus manos recorrieron su pecho, su abdomen, y Lucas soltó un gemido bajo, profundo, que encendió aún más la piel de Emilia.

El tiempo se detuvo. Entre risas ahogadas, susurros y caricias, volvieron a perderse el uno en el otro, bajo el refugio tibio de las sábanas. Cada movimiento era una mezcla de pasión y ternura, de urgencia y devoción.

Cuando al fin se dejaron caer, exhaustos, Lucas la abrazó contra su pecho.

—Eres mía, Emilia… —dijo con firmeza, casi con necesidad.

Ella cerró los ojos, acariciando suavemente su piel, temblando al escuchar esas palabras. Parte de ella quería creerlo, entregarse por completo; otra parte temía lo que significaba pertenecer a un hombre como él, con un mundo tan distinto al suyo.

Pero en ese instante, con su respiración mezclada y su piel aún ardiendo, solo existía una certeza: lo deseaba con la misma intensidad con la que lo había esperado toda su vida.

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