El reloj marcaba casi las diez cuando Emilia despertó por segunda vez aquella mañana. El sol entraba descarado por los ventanales de la habitación, y por un momento creyó que aún soñaba. Su cuerpo descansaba sobre las sábanas suaves de seda, y a su lado, Lucas permanecía sentado, con el torso desnudo y una taza de café en la mano. La miraba en silencio, con una sonrisa peligrosa que la hizo ruborizarse.
—No me canso de verte dormir —confesó él, dejando la taza sobre la mesita—. Pareces un secreto que solo yo tengo derecho a descubrir.
Emilia estiró la sábana para cubrirse un poco más, aunque sabía que era inútil: Lucas ya la había explorado entera con sus manos y sus labios.
Él rió suavemente, inclinándose sobre la cama hasta quedar a pocos centímetros de su rostro.
Su boca buscó la de ella con un beso lento, cálido al principio, pero pronto cargado de hambre. Emilia respondió casi sin pensarlo, hundiendo los dedos en su cabello, sintiendo cómo el deseo regresaba como una ola incontrolable. Lucas deslizó la mano por su muslo, acariciando la piel suave hasta hacerla estremecer bajo la sábana.
Ella jadeó, aferrándose a él. La sensación de estar atrapada entre su cuerpo y el colchón la excitaba más de lo que estaba dispuesta a admitir. Lucas lo sabía, y con un movimiento calculado la acercó aún más a su cuerpo.
—Eres fuego —susurró contra su oído—. Fuego que no pienso apagar.
Los minutos se convirtieron en un nuevo torbellino de besos, caricias y gemidos ahogados entre las sábanas. Cada vez que creía haber saciado su deseo, Lucas encontraba otra forma de hacerla arder de nuevo. Emilia, perdida en esa pasión, olvidaba por completo quién era, de dónde venía, o lo imposible de aquel amor.
Pero la realidad llegó sin permiso.
Un golpe seco en la puerta interrumpió el silencio de la habitación. Emilia se tensó de inmediato, pero Lucas no parecía sorprendido.
Emilia abrazó la sábana contra su pecho, conteniendo la respiración. Escuchó cómo Lucas abría la puerta y cómo una voz masculina se colaba en la habitación. Era grave, con un tono autoritario.
—¿Qué significa esto, Lucas? ¿Traer a una desconocida a casa después de una gala?
El silencio posterior fue aún más sofocante que las palabras. Emilia sintió que el corazón se le encogía. Sabía lo que significaba: alguien de su mundo había descubierto lo que pasó.
—No es asunto tuyo, primo —respondió Lucas con calma, aunque su voz tenía un filo de amenaza.
El hombre resopló.
Emilia apretó la sábana con fuerza, sintiendo que las palabras la atravesaban. Ella no es como nosotros. La frase resonó en su mente como un recordatorio cruel de lo que siempre había sabido: pertenecían a mundos distintos.
La puerta se cerró de golpe y Lucas volvió a la cama, sentándose a su lado. Sus ojos oscuros tenían un brillo de furia contenida, pero cuando la miró, suavizó el gesto.
Emilia bajó la mirada, temblando.
Él tomó su rostro entre las manos, obligándola a mirarlo.
Sus palabras eran un juramento, y aunque una parte de ella quería creerlo, otra temía que ese mundo la aplastara tarde o temprano.
Lucas la besó de nuevo, esta vez con desesperación, como si quisiera borrar las dudas con la fuerza de su pasión. Emilia se dejó llevar, hundiéndose en ese beso que ardía tanto como el fuego de la noche anterior.
Sabía que estaba cayendo, y que quizá no habría forma de salir ilesa. Pero mientras sentía las manos de Lucas recorrer su piel una vez más, comprendió que ya no podía detenerse.