El aire entre ellos aún ardía después del beso robado en la terraza. Emilia apenas podía sostenerse en pie; sentía que las rodillas le temblaban y que todo su cuerpo vibraba bajo la proximidad de Lucas.
Él no apartó la mirada, como si quisiera grabar cada gesto de ella en su memoria. Con suavidad, acarició su mejilla con el dorso de la mano, y después sonrió con una mezcla de ternura y deseo.
No fue una orden. Fue un llamado imposible de rechazar.
Un auto elegante los esperaba fuera del salón de gala. El chofer abrió la puerta y Lucas la ayudó a entrar con un gesto protector que contrastaba con la tensión erótica que los envolvía. Emilia trató de calmar su respiración durante el trayecto, pero cada vez que sus ojos se cruzaban, sentía que un incendio se desataba en su interior.
La mansión de Lucas se levantaba en la colina más exclusiva de la ciudad, iluminada por luces cálidas que resaltaban su arquitectura moderna y majestuosa. Emilia tragó saliva al verla; nunca había estado en un lugar así.
—No te asustes —murmuró él, tomando su mano mientras subían las escaleras de mármol—. Esta casa está vacía sin ti.
El roce de sus dedos fue suficiente para encenderla de nuevo. Apenas cruzaron la puerta, Lucas no le dio tiempo de decir nada más: la atrajo hacia él con fuerza y la besó como si llevara años esperando ese instante. Sus labios eran firmes, hambrientos, y la lengua se abrió paso con un dominio que hizo gemir a Emilia contra su boca.
El beso se volvió salvaje, urgente. Lucas la tomó por la cintura y la alzó con facilidad, obligándola a rodearlo con las piernas. La apoyó contra la pared del vestíbulo, sin dejar de besarla, mientras sus manos exploraban su espalda con desesperación.
—Eres real… —susurró contra sus labios—. No sabes cuántas veces soñé con esto.
Emilia cerró los ojos, perdida en la sensación de su cuerpo contra el de él. El roce de sus manos, el calor que la consumía, el deseo que la dejaba sin aire. Todo era demasiado intenso, demasiado perfecto.
Lucas caminó con ella en brazos hasta una habitación amplia, de ventanales altos y una cama enorme en el centro. La depositó con cuidado sobre las sábanas, pero sus ojos oscuros brillaban con un fuego contenido que prometía mucho más.
Se inclinó sobre ella, recorriendo con los labios la curva de su cuello. Emilia arqueó la espalda, dejando escapar un suspiro ahogado. Sus manos se deslizaron por el pecho de Lucas, sintiendo la firmeza de sus músculos bajo la camisa.
Él la miró a los ojos, respirando agitado.
Emilia no respondió con palabras. Sus dedos desabotonaron lentamente la camisa de Lucas, revelando su piel caliente y perfecta. La besó en el pecho desnudo, con la timidez de una primera vez y la urgencia de un deseo reprimido durante años.
Lucas gruñó suavemente, acariciando sus muslos, ascendiendo con lentitud hasta encontrar la piel desnuda bajo su vestido. El contacto la hizo estremecer, un gemido escapó de sus labios sin que pudiera evitarlo.
—Eres mía, Emilia —murmuró, con la voz ronca, cargada de deseo.
El vestido cayó al suelo, y con él las últimas defensas. Sus cuerpos se buscaron con hambre, piel contra piel, besos profundos y caricias cada vez más íntimas. La pasión los envolvió como un huracán: jadeos, susurros, el roce ardiente de sus pieles encontrándose al fin después de tantos años de espera.
Esa noche no hubo espacio para el miedo ni las dudas. Solo existía la promesa cumplida, el amor transformado en fuego, y la certeza de que lo que habían comenzado no podía detenerse.
Cuando al fin quedaron exhaustos, abrazados bajo las sábanas, Lucas acarició el cabello de Emilia y susurró:
Emilia cerró los ojos, sonriendo contra su pecho, sabiendo que el destino la había alcanzado.