El espejo del pequeño baño reflejaba el cansancio en los ojos de Emilia Wik. Llevaba horas siguiendo a un sospechoso en un caso menor para la agencia privada donde trabajaba. A veces se preguntaba si aquella vida era lo que había soñado. Pero a los veintitrés años, con su salario apenas suficiente para pagar un departamento modesto, no había mucho espacio para fantasías.
Sin embargo, aquella noche, mientras se acomodaba el cabello y repasaba los labios con un leve toque de brillo, algo dentro de ella la estremeció. Una memoria de su infancia, una voz grave y clara: “Cuando tengas veintitrés años, nos volveremos a encontrar.”
Se rió en silencio, sacudiendo la cabeza.
Horas más tarde, fue enviada a cubrir un evento de gala en el centro de la ciudad. No era su trabajo habitual, pero la agencia necesitaba a alguien infiltrado entre los invitados para observar a un empresario sospechoso de fraude. Emilia aceptó, sin imaginar que aquel lugar cambiaría su destino.
El salón estaba lleno de luces doradas, mesas con copas de cristal y música de violines que te hacian sentir que flotabas en el aire. Emilia entró con un vestido negro ajustado que había conseguido con una amiga. Su silueta resaltaba más de lo que estaba acostumbrada, y los tacones la obligaban a caminar con una sensualidad involuntaria. Se sentía como una intrusa entre los ricos y poderosos… hasta que lo vio.
Lucas Thoberck.
El tiempo no lo había disminuido; al contrario, lo había transformado. Con un traje oscuro perfectamente cortado y la elegancia innata de alguien acostumbrado a dominar cada espacio, su sola presencia atraía miradas. Su cabello, ahora más oscuro y peinado con precisión, brillaba bajo las lámparas del salón. Y sus ojos… esos ojos que la habían marcado en la infancia, ahora parecían aún más profundos, más peligrosos.
Emilia sintió que el aire le faltaba. Su corazón golpeaba con fuerza contra el pecho, como si reconociera antes que ella al hombre frente a sus ojos.
Lucas giró la cabeza, y su mirada la encontró entre la multitud. Fue un instante, un roce de universos, pero bastó para que todo lo demás desapareciera.
Él avanzó hacia ella con paso seguro. La gente se abría a su paso, como si supiera que nadie podía interponerse entre ellos. Emilia intentó mantener la compostura, pero cada segundo que lo veía acercarse la hacía temblar más.
—Emilia… —su voz era más grave, más masculina, cargada de una sensualidad que le erizó la piel.
Ella tragó saliva.
Él sonrió, como si la hubiera estado esperando toda su vida. Sin pedir permiso, tomó su mano y la acercó a sus labios. El roce fue apenas un contacto, pero encendió una corriente eléctrica que recorrió todo el cuerpo de Emilia.
—Veintitrés años… —murmuró él, con una chispa peligrosa en la mirada—. Cumpliste tu promesa.
Emilia quedó sin palabras. El salón desapareció, la música se desvaneció; solo existían ellos dos y esa tensión ardiente que se había encendido al instante.
Lucas se inclinó un poco más cerca de su oído.
No hubo forma de negarse. Emilia lo siguió entre pasillos hasta una terraza iluminada por la luna. El aire fresco contrastaba con el calor que palpitaba entre ellos.
Lucas la miró con una intensidad que la desarmaba.
El contacto la quemaba. Emilia cerró los ojos, sintiendo cómo la piel se erizaba bajo el roce de sus dedos.
Él la acorraló suavemente contra la pared de piedra de la terraza, sin darle espacio para escapar. Sus cuerpos estaban tan cerca que el calor de él la envolvía por completo.
Emilia temblaba. Su respiración se volvió agitada, su corazón desbocado. La tensión era insoportable, deliciosa, adictiva. Sus labios buscaron los de Lucas casi sin querer, con un hambre contenida durante años.
El beso llegó como un incendio. Feroz, desesperado, lleno de deseo y nostalgia. Las manos de Lucas rodearon su cintura, atrayéndola con fuerza contra su cuerpo firme, mientras ella se aferraba a su cuello como si se tratara de sobrevivir.
En ese instante, Emilia supo que nada volvería a ser igual. La promesa ya no era un recuerdo infantil, sino el inicio de una pasión que ardía con demasiada fuerza para apagarse.