La primera vez que Emilia Wik vio el campamento, pensó que había entrado en otro mundo. Las cabañas eran enormes, con techos brillantes de madera barnizada, y el lago cercano parecía un espejo infinito que reflejaba el cielo. Tenía apenas ocho años y llevaba un vestido sencillo que su abuela había cosido especialmente para la ocasión. Para ella, estar allí era un milagro: sus abuelos habían ahorrado cinco años enteros para pagarle aquella experiencia que, en teoría, solo pertenecía a hijos de millonarios.
Entre risas y gritos de niños que corrían con zapatillas nuevas y mochilas de marca, Emilia se sintió pequeña. Casi invisible. Se abrazó a sí misma, con la mochila gastada colgando de un hombro, y pensó que quizá había sido un error venir.
Hasta que lo vio.
Lucas Thoberck. Tenía once años, un poco más alto que los demás, cabello castaño oscuro y una seguridad en los ojos que lo hacía destacar. No se reía tanto como los otros; más bien observaba, como si siempre buscara algo que los demás no podían ver. Cuando sus miradas se cruzaron, Emilia sintió un estremecimiento extraño, como si su pecho hubiera despertado de golpe.
Él se acercó sin dudar, con paso firme, como quien sabe exactamente a dónde quiere llegar.
—H-hola… —balbuceó Emilia, bajando la mirada, aunque sus mejillas ardían.
Lucas se sentó a su lado en el césped, como si lo natural fuera estar con ella y no con el grupo de niños ricos que lo rodeaban antes.
—Sí… mis abuelos ahorraron mucho para que pudiera venir.
Lucas parpadeó, sorprendido. Esa sinceridad era algo que no escuchaba entre los demás, acostumbrados a presumir autos de lujo o viajes al extranjero.
La sonrisa que le regaló en ese momento hizo que Emilia sintiera un calor inexplicable en el estómago. No lo sabía entonces, pero algo dentro de ella había cambiado para siempre.
Esa noche, el campamento organizó una fogata bajo las estrellas. El cielo se desplegaba en un manto infinito de luces blancas, tan intenso que parecía que las estrellas hubieran descendido un poco para acompañarlos. Emilia estaba sentada sola, abrazando sus rodillas, cuando Lucas se acomodó a su lado.
Durante un largo rato no hablaron. Solo miraban hacia arriba, hacia ese universo inmenso que parecía contener todos los secretos. Hasta que Lucas, con un gesto solemne, tomó la mano de Emilia.
—Quiero hacerte una promesa —dijo, bajando la voz como si compartiera un secreto prohibido.
Ella lo miró con ojos brillantes, sorprendida por la seriedad de su tono.
Lucas apretó suavemente sus dedos.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, pesadas y hermosas. Emilia sintió que algo ardía en su pecho, una emoción tan fuerte que apenas podía respirar.
Lucas sonrió con la satisfacción de alguien que acababa de sellar un pacto eterno.
Esa noche, mientras todos cantaban alrededor del fuego, Emilia y Lucas compartieron un silencio cargado de algo más grande que ellos. A su corta edad no podían comprenderlo, pero en lo profundo de sus almas ya se había encendido un fuego destinado a crecer.
Cuando se despidieron, sus manos se separaron con lentitud, como si el contacto hubiera quedado grabado en la piel. Y aunque no lo sabían, aquel momento bajo las estrellas no sería un simple recuerdo infantil, sino el inicio de una historia marcada por el amor, el deseo y un destino imposible de evitar.