Sin despegar los ojos de la copa en manos de Eris, Eladius cayó de rodillas, perdida toda la esperanza de impedir la tragedia. Había llegado demasiado tarde y su Lebé estaba condenada a pagar el precio de tamaña traición.
—¿Cómo has sido capaz? —preguntó, señalando a Nov con el dedo en un acto de valentía del que no se habría creído capaz—. Los dioses son testigos de tus actos y se encargarán de ti tarde o temprano —se limpió el rostro, donde se mezclaban en igual abundancia el sudor con las lágrimas y miró a Eris—. Majestad, intentaré buscar un antídoto, pero el tiempo es mi mayor enemigo y los libros no nos pueden ayudar... Lamento tanto no haber...
—No desperdicies tus lamentos, mi buen Eladius, que aquí nada ha pasado. Vuelve a tus habitaciones y busca un antídoto por si algún día alguien lo necesita, pero esa no seré yo. Mi hijo sigue sano y salvo porque no tiene la culpa de quién lo engendró ni de las razones para ello. Él será una bendición para Balardia, lo he jurado y dedic