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Capítulo 7: Mi lienzo humano

MASSIMO

— Pensé que eras más astuta… ¿En serio creíste que las llaves se cayeron por error?

Su expresión es toda una obra de arte, de esas que son mis favoritas. Las que reflejan tanto miedo que te obligas a apartar la mirada. Así, justo así me mira Sienna.

La mano le tiembla con desenfreno. Entonces, con un breve movimiento de la mía, hago que suelte la daga.

No voy a mentir, estoy algo decepcionado.

— ¿Qué quieres de mí? Déjame ir, por favor… —la última frase le sale como un quejido.

— No puedo hacer eso.

— ¿Por qué? —Las lágrimas se desbordan por sus mejillas—. ¿¡Por qué!?

— ¿Por qué? —insiste, entre sollozos—. ¿¡Por qué!?

— Porque ahora… me perteneces.

La observo temblar, con esa daga inútil a sus pies. Su rostro está empapado en lágrimas y su labio inferior no deja de temblar. Fascinante. Es como ver a una criatura rota, demasiado hermosa para el infierno al que la estoy arrojando.

— Por favor… —susurra, dando un paso hacia mí.

— No supliques —le corto, con frialdad—. Sabes lo que pasará ahora.

Chasqueo los dedos.

Dos de mis hombres, Giovanni y Luca, aparecen tras de mí, como sombras entrenadas para obedecer. Sienna intenta retroceder, pero ya es tarde. La toman de los brazos sin delicadeza, ignorando sus gritos, sus pies arrastrándose por el mármol de la casa mientras patalea como una niña. No la tocan más de lo necesario. Les he dejado claro que no quiero un solo moretón en su cuerpo. Su mente rota, sí. Su arte, más aún. Pero su piel… no.

La llevan escaleras abajo, hasta el sótano. Hay una habitación alejada, sin ventanas. Las paredes son blancas, frías, como las de una galería. Ahí la encierran. Entonces cierro la puerta blindada con un leve pitido desde el panel digital.

Luego subo a la sala de control y la observo desde las cámaras.

Sienna grita. Golpea la puerta con desesperación. Su respiración se acelera, se tambalea hacia el centro del cuarto para luego dejarse caer. Justo detrás de ella… el cuadro que había empezado. Aún húmedo. Incompleto. La tela blanca se abre como una herida que no ha terminado de sangrar. El caballete de madera resalta como si estuviera hecho para exponerla. Las pinturas, ordenadas en su mesa, como soldados esperando órdenes.

A mi lado, Matteo guarda silencio. Su presencia es como el eco de una voz que ya no escucho.

— Signore… —empieza, con esa calma molesta que tiene—. ¿No cree que ya fue demasiado lejos?

Lo miro. Lentamente. Hay momentos en los que olvido que Matteo fue criado por la mafia, pero no hecho para ella.

— Tal vez… —admito—. Pero no voy a parar hasta que termine ese cuadro.

Mi voz suena más firme de lo que esperaba. Más peligrosa. Vuelvo la mirada hacia la pantalla. Sienna está sentada en el suelo, los ojos clavados en la pintura, como si le costara aceptar que está ahí. Como si quisiera destruirla. Pero no lo hará.

Presiono un botón del panel. El altavoz se activa.

— Por haber intentado escapar —digo, con un tono tranquilo, casi indulgente— quiero que termines la pintura. No habrá comida, ni podrás salir, hasta que lo hagas.

Silencio.

— El tiempo corre.

— ¿Qué tal soné? —le pregunto a mi amigo y consigliere, girando la cabeza apenas.

Matteo enarca una ceja. Su cabello castaño está peinado hacia atrás, como siempre. Su piel es más clara que la mía. Lleva una chaqueta gris sobre una camisa negra que le queda demasiado bien. Parece más un profesor de filosofía que un consigliere. Y, sin embargo, ha limpiado más escenas del crimen que yo. Es un hombre callado, pero demasiado calculador como para temerle.

— Si quería sonar como un secuestrador que se divierte con sus víctimas con juegos retorcidos… lo logró.

— Bien.

— Pero sigo sin entenderlo —continua, sin quitarme los ojos de encima—. ¿Por qué tanta obsesión por esa pintura? ¿No cree que ya fue suficiente?

Mi mandíbula se tensa. No me gusta repetir explicaciones. Ni siquiera a Matteo.

— Porque esa mujer tiene un gran potencial. Me interesa saber qué puede pintar cuando sus emociones están al límite.

— ¿Y por eso la tiene encerrada? ¿Es por diversión?

No respondo. Matteo debe entender que no es su lugar cuestionar mis métodos. Me acerco a la pantalla donde Sienna sigue sin moverse. Su cuerpo tiembla, pero sus ojos… no están vacíos. No todavía.

— Eres un desgraciado —grita de pronto, alzando la cabeza hacia la cámara que la observa—. ¡Ojalá te pudras en el infierno!

Activo el micrófono otra vez.

— Créeme, no es nada nuevo lo que me dices. Tic tac, Sienna.

Apago la transmisión y dejo escapar una risa. No puedo evitarlo. Es una risa baja, seca. Matteo no dice nada, pero puedo sentir su incomodidad.

Que moral tan frágil.

Me alejo del panel, pero no dejo de ver las pantallas. En una de ellas, ella al fin se pone de pie. Da unos pasos hacia el lienzo. Toma uno de los pinceles. Solo lo sostiene. Y sé que en su cabeza ya está pintando.

Perfecto.

La inspiración no nace del amo, nace del caos, del encierro, de la desesperación.

Yo lo sé porque yo también fui destruido por dentro.

Lo que Matteo no entiende… es que esto no es solo un juego. Es una prueba. Una obsesión. Un arte.

Y ella… es mi lienzo humano.

Cuando Sienna finalmente se sienta frente al cuadroo, dejo de mirar.

No necesito verla terminarlo.

Todavía no.

Salgo del cuarto de control sin decirle nada a mi amigo. Él sabe que cuando guardo silencio es porque no quiero compañía. Bajo por el ala oeste de la casa hasta llegar al patio trasero, donde mi chofer ya me espera.

— Al viñedo —le indico, ajustándome los guantes negros de cuero.

Me gusta manejar, pero hoy no. Hoy quiero pensar. Y en el trayecto, con el paisaje toscano filtrándose entre los árboles, pienso en ella. En sus ojos. En cómo tiembla. Y en cómo, incluso temblando, sigue siendo jodidamente bella.

Quince minutos después, el auto se detiene frente al portón de hierro forjado. Lo hicieron especialmente para mí. Mi inicial tallada en el centro, rodeada de racimos de uva y ramas de olivo. Sí, todo muy simbólico.

El campo se abre ante mí como una postal viva: hileras perfectas de vides bañadas por el sol, tierra fértil, trabajadores revisando los frutos, todo en silencio. Ordenado. Mío.

Camino por entre las hileras, dejando que el olor a uva madura y tierra caliente me calme. Siempre me ha gustado este lugar, pero no por lo que representa.

Mi padre decía que el vino era como las personas: podía envejecer con dignidad o pudrirse en silencio. Yo no sabía a cuál categoría pertenecía él.

— ¿Todo está en orden? —pregunto al capataz.

— Sí, señor. Ya iniciamos la cosecha temprana en el extremo sur.

Asiento porque no necesito más. Camino hasta la vieja casona que construyó mi abuelo. En la bodega hay una sección que no está abierta al público ni al personal. Ahí es donde guardo las botellas que nunca se venderán. Las que tienen historia.

Abro una de ellas. Aglianico del Vulture, 1989. El año en que mi madre murió.

Sirvo una copa.

Observo el color profundo del vino, como sangre añeja, y la llevo a los labios. Siempre amargo. Siempre fuerte. Como ella. Como yo.

Entonces camino hacia el rincón donde tengo un saco de boxeo colgado. Sí, en medio de las barricas. Una contradicción deliciosa.

Me quito la chaqueta, los guantes de cuero, y me vendo las manos. El golpe del primer puñetazo resuena como un eco en la sala de piedra. Uno, dos, tres. Comienzo a soltar todo. La presión. La rabia. La necesidad de controlarlo todo.

Ella no ha tocado el lienzo todavía.

Puñetazo.

Matteo y sus malditas preguntas.

Otro.

Mi padre llamándome débil, incluso cuando tenía catorce costillas rotas por proteger su nombre.

Puñetazo tras puñetazo. Hasta que la respiración me quema los pulmones.

Me detengo, sudado. Pero no tiemblo.

Nunca.

Y ahí, entre el sudor, el vino y la sombra de mis padres muertos, lo pienso: ¿por qué ella?

¿Por qué Sienna?

Puedo tener a cualquier mujer. A cualquiera. ¿Por qué ella? ¿Por qué su trazo imperfecto, su maldita mirada rota, su voz cuando tiembla, su expresión desafiante que nunca nadie se había atrevido a dedicarme?

Y entonces recuerdo el cuadro. El primero que vi. No pintado para mí, sino a pesar de mí. Cuando todavía creía que no sabía quién era yo. Esa pintura tenía lo que a mí me falta: Humanidad.

Respiro hondo.

— ¿Está todo bien, señor? —pregunta uno de los trabajadores que ha entrado sin hacer ruido.

— Más de lo que parece.

Guardo silencio un momento.

— Tráeme otra botella —añado—. Pero no del vino de venta. Uno de los que mi padre escondía. Quiero recordar de qué está hecha la m****a que me corre por la sangre.

El hombre asiente y se marcha con una expresión melancólica que intenta ocultar bien. Asumo que es por la mención de mi padre. Todos acá lo adoraban como si fuera un dios. En cambio, yo siempre pensé que podía irse al infierno y jamás pagaría por todo lo que sufrimos.

Me quedo allí, frente al saco de boxeo, escuchando el latido de mi corazón.

Firme.

Solitario.

Como siempre.

Val Cruz

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