SIENNA
Dos días, dos malditos días enteros sin saber nada de Massimo. A duras penas entra Adriano a traerme comida.
En un momento creí que iba a caer en la locura. ¿Cuánto tiempo va a dejarme acá?
Todo está en silencio. No hay gritos ni amenazas, solo el sonido de mi propia respiración y el olor a los acrílicos secos. Me he pasado las últimas 24 horas pintando compulsivamente. Algo tan caótico que ni siquiera yo entiendo, pero la calma es evidente. Me da un propósito mientras espero a la llegada de Massimo.
Entonces, como si mi mente hubiera pedido auxilio. La puerta se abre con un breve chirrido. Espero que aparezca Adriano con la misma bandeja de plata de siempre, pero en cambio, unos pasos firmes y conocidos resuenan. Con esa seguridad y la evidente imponencia que irradia a su alrededor, Massimo entra y cierra la puerta tras de sí.
Se me ocurren las peores formas de insultar a alguien. Por supuesto, he ensayado lo que voy a decirle apenas se le ocurra dirigirme la palabra, pero para mí sorpresa, ni siquiera se molesta en mirarme.
Como si no estuviera ahí, en una jaula, en su propia oficina. Me ignora de tal forma que por un segundo pienso que esto es un sueño. Aún así, no logro que me salga ni una palabra. ¿No va a decirme nada sobre lo que firmé? Estamos casados, ¿acaso no lo recuerda?
Ojalá fuera yo quien no lo hiciera. Lamentaré por el resto de mi vida —si es que logro sobrevivir— haberme casado con ese hombre. Un maldito psicópata, manipulador, egocéntrico, secuestrador, asesino, con un carácter desastroso y delirios de grandeza.
Massimo camina con las manos en los bolsillos de su pantalón y se sienta tras su escritorio. Observo todo el recorrido de sus manos, la manera en que lleva una de ellas hasta su laptop, mientras con la otra acaricia su mentón.
Entonces me dedico únicamente a observarlo. He perdido toda inspiración en el lienzo a medias a mi espalda que se encuentra al lado del retrete. Me tiendo sobre la manta que he puesto en el suelo y me acomodo sobre la mediocre almohada que Adriano me hizo el favor de traer. He perdido toda esperanza en convencerlo. Deberé buscar por mis propios medios la forma de salir de aquí, y lo haré con, o sin ayuda.
La tela áspera del pantalón negro roza mi piel cuando cruzo las piernas. Esta ropa es lo más horrible que pudieron conseguir. Seguro fue de adrede, pero es mejor esto a ese vestido blanco de seda que ya estaba a punto de rasgarse. No puedo ser desagradecida porque esta camisa verde oliva y este horrible pantalón por lo menos, me protegen de las miradas indiscretas de Massimo y el terrible frío de la noche.
Pierdo la noción del tiempo, pero calculo que pasan unas horas de puro silencio. Massimo sin observarme y yo sin quitarle los ojos de encima.
— ¿Vas a dejar de comer también? —habla por fin, sin levantar la vista de su laptop.
Doy un pequeño respingo por su tono de voz, áspero y desafiante. Parpadeo un par de veces antes de soltarle:
— ¿Ahora si hablas? —espeto.
Me arrepiento al instante, tal vez deba ser más dócil. Tengo que seguir el plan.
— No duermes, no comes, y por lo que veo tampoco sigues con lo que sea que estás haciendo —dice, ignorando mi comentario anterior, mientras señala con un bolígrafo la enorme pintura. Todo esto, sin levantar la mirada.
¿Entonces me vigila? Debí suponerlo.
— ¿A eso vienes? ¿A reclamarme por no comer? Te recuerdo que estoy encerrada en la jaula de un loco. ¿Esperas que salte en un pie de felicidad?
A la m****a el plan.
Sus ojos oscuros como el fondo del mar y todas las cosas malas de este mundo se cruzan con los míos. Transmiten miedo al instante, como si estuviera viendo al mismísimo satanás en persona.
— Sí no estuviera tan ocupado en este momento terminaría con tu vida de un solo tajo —menciona, indiferente—. Por suerte para ti, no tengo tiempo.
Por primera vez desde mi llegada deseo estar muerta. Antes solo eran pensamientos fugaces que se cruzaban por mi mente, ahora lo único que quiero es que descargue su revolver sobre mí y ponga fin a mi sufrimiento.
— Pero te equivocas —prosigue—, no vine por nada de eso.
— ¿Entonces? —mi voz sale ronca debido a las ganas de llorar.
— Quiero ver qué tanto has pintado.
Massimo se pone en pie y le da la vuelta a su escritorio. Por inercia, hago lo mismo, solo que retrocedo unos pasos por seguridad.
Me muevo hacia un costado, como si eso fuera suficiente para protegerme de lo que sea que él pueda hacer. Massimo se aproxima al lienzo sin demasiada prisa, como si estuviera inspeccionando una obra de arte valiosa y no el reflejo distorsionado de mi mente rota.
— Interesante —musita, ladeando la cabeza.
Me muerdo la lengua. No quiero decir nada. No quiero darle más de mí. Ya tiene mi nombre, mi cuerpo, mi libertad.
— ¿Qué ves? —pregunta, sin apartar la mirada del lienzo.
El cuadro es un desastre. Una figura femenina con el rostro apenas insinuado se desdibuja en medio de un torbellino de líneas negras y manchas rojas. Hay manos estiradas, formas que podrían ser barrotes, ojos por todas partes. Es feo. Crudo. Doloroso. Y real. Demasiado real.
— Veo a alguien que grita sin hacer ruido —respondo al fin.
Él suelta una risa sin humor, seca, hueca.
— Eres tan estúpida —murmura, y se gira lentamente hacia mí—. Sigues hablándome como si no supieras con quién estás tratando. Como si esto fuera algún tipo de juego de poder.
Da un paso más cerca.
— ¿Te parece que esto es un maldito concurso de quién tiene la razón?
— No —respondo, pero su tono me atraviesa como cuchillas.
Massimo se inclina apenas, lo suficiente para que su sombra me cubra.
— Estás casada conmigo, Sienna. Ya no hay vuelta atrás. Puedes odiarme todo lo que quieras, puedes pensar que escaparte te devolverá tu vida. Pero quiero que entiendas algo… —hace una pausa, su mirada se clava en la mía—. Si vuelves a intentar desafiarme, no voy a matarte.
Inclina su cabeza apenas, como si pensara en algo.
— Te voy a romper. Lenta, completa y meticulosamente.
Trago saliva. Mi cuerpo entero tiembla, pero me esfuerzo en mantener la mirada firme.
— ¿Eso es lo que quieres? ¿Una esposa rota?
— No. Lo que quiero es que me mires a los ojos y te des cuenta de que nadie va a salvarte. Y cuando lo hagas, tal vez, solo tal vez, dejaré de pensar diariamente en lo bueno que fuese clavarte una daga en el corazón.
Se aleja sin más, y cuando da la vuelta, algo cae de su bolsillo. Un leve sonido metálico sobre la madera me saca del trance.
No se da cuenta.
Camina hacia el escritorio, recoge su abrigo y lo lanza sobre su hombro. Se detiene junto a la puerta, pero no me mira esta vez.
— No aparecí antes porque quería ver cuánto aguantabas antes de desmoronarte. Ya tengo mi respuesta.
Y entonces se va.
El sonido de la puerta al cerrarse me sacude como una bofetada. Parpadeo, sin moverme. Todo parece en cámara lenta hasta que algo brilla en el suelo, justo al lado de la mesa auxiliar.
Llaves.
Dos, tal vez tres. Unidas por un llavero simple. Están ahí, lanzadas por el destino. A poco menos de un metro de los barrotes. Tan cerca... pero tan lejos.
Me acerco lo más posible sin golpear los barrotes. Estiro la mano a través de uno de los espacios, pero no alcanzo.
Una oleada de adrenalina me recorre el cuerpo.
Mi salida.
Mi m*ldita y j*dida salida.
Me arrastro de rodillas sobre el piso, los codos marcados por la madera helada. Si consigo estirarme un poco más, si logro atraerlas con algo… puedo salir de aquí.
Y por primera vez en días… siento esperanza.