SIENNA
El corazón se me apachurra al ver de reojo la expresión de Massimo, como si estuviera diciendo: “te lo debía”. A pesar de que no es muy propio de él dedicar algo parecido a una sonrisa, la comisura izquierda de su boca se eleva.
A mi madre, que está en una silla de ruedas totalmente nueva, parece costarle reconocerme.
— ¡Mamá! —No dudo un segundo en abalanzarme y estrecharla entre mis brazos.
Mi madre, como siempre, posa sus débiles manos sobre mi espalda.
— ¿Por qué el abrazo, signorina? —pregunta con los ojos algo perdidos.
Intento que las lágrimas no se desborden sin mi permiso, pero es algo inevitable cuando acaricio su cabello canoso y sedoso entre mis dedos. Ahora está menos delgada que antes, aunque parece que su enfermedad no ha mejorado. A este paso, creo que ya no lo hará.
— Porque te extrañaba, mamá —respondo entre sollozos, sabiendo que no va a entenderlo.
— ¿Mamá? —Frunce el ceño débilmente—. Yo no tengo hijos, signorina.
A veces me duele más de lo que quiero admit