SIENNA
— Ya es hora.
La voz de Massimo resuena en la oficina, tan fría y autoritaria como siempre. Me enderezo de inmediato dentro de la jaula, parpadeando para enfocarlo mientras entra con paso firme. Lleva puesta una chaqueta ligera sobre una camisa blanca impecable, abierta en el cuello. Se ve relajado… pero eso no me engaña.
Frunzo el ceño.
— ¿No crees que debería desayunar primero? —reprocho, cruzándome de brazos como defensa. Mi hombro, aun resentido, protesta ante esta acción. Lo cierto es que me niego a pedirle ayuda a Massimo, y en especial, me niego a quejarme del dolor que me causó mi intento de escape. Sanará muy pronto. Lo sé.
Una sonrisa apenas perceptible le curva los labios.
— Justo a eso vine. Nos vamos.
Se agacha para abrir la puerta de la jaula, pero cuando voy a salir, me detiene. Levanta algo frente a mis ojos: unas esposas plateadas que brillan con una luz cruel.
Lo miro, entre incrédula e indignada.
— ¿Es en serio? —espeto—. Ayer te demostré que no intentaría es