6. Sentenciado

DARÍO

—¿Has hablado con Mireya?. 

—Me tiene muy intranquilo, no me responde pero esperaré a hoy. Si no lo hace, te juro que iré a la casa de esos presumidos y todo el mundo se va a enterar de lo nuestro. Gracias por tu apoyo amigo. 

Me despido de Rodrigo con la cabeza hecha un hoyo pero continuo. El turno termina tarde y vuelvo a casa con el cansancio pegado en la piel. Mi madre ya debe estar preparando la cena por lo que avanzó más rápido, me muero de hambre y además quiero verla, con ella las cosas siempre parecen menos pesadas. 

Este barrio no es lo mejor pero me sorprende ver tantas patrullas sin embargo no prestó atención. Sigo pensando en Mireya, en todo lo que hemos pasado. 

Pero al doblar la esquina no me da tiempo a nada. Dos patrullas cierran mi paso, los faros me ciegan y los uniformados se bajan como si vinieran por un asesino en serie. 

—¿Darío González? —pregunta uno, con la mano en la pistola— ¡Habla!. 

—Sí, soy yo. ¿Qué pasa?

No me dejan terminar. Me agarran de los brazos con tanta brusquedad que no comprendo, me empujan contra el auto, me golpean las costillas con la porra para que no me mueva sin derecho a nada. 

—¿Qué diablos hacen?. ¡Sueltenme!. 

—¡Quieto, animal! —escucho.

—¡Déjenme!

—¡Dios mío!... Mi hijo. Por favor 

Levantó la vista y la peor escena me corta la respiración, mi madre, mí bonita madre en la puerta, con el delantal puesto, gritando mi nombre y soltando el plato de comida que se estrella en el suelo. 

—¡Darío! ¡Hijo, no! ¿Qué pasa? ¡Déjenlo!

—Mamá, tranquila —intento hablar, pero uno me golpea en la espalda y me obliga a agachar la cabeza— es un error, no se que pasa. ¡Mamá!. 

—¡Cállate! Ya bastante hiciste, cerdo. 

No entiendo nada. Me esposan como si fuera un delincuente, me arrastran hasta la patrulla mientras los vecinos miran desde las ventanas. Mi madre llora y corre detrás de nosotros, pero me suben de un empujón como un verdadero cerdo al matadero. 

Sin embargo no es lo peor, los gritos de mí madre me taladran el pecho

—¡Mi hijo es inocente! ¡Déjenlo!

El viaje es un infierno. Me rehúso a creer lo que me pasa pues ni siquiera me explican. Uno de los guardias me golpea con el codo cada vez que intento hablar. El otro se ríe, me llama violador, basura, obrero ignorante.

—¿Por qué me hacen esto?— las lágrimas se me salen de rabia e impotencia— yo no soy ningún violador. ¿Qué les pasa?. 

—¿Y qué me dices de Mireya Izaguirre?. Casi la matas desgraciado— mí corazón se detiene— la violaste, no sólo abusaste de esa joven. Estás podrido. 

—No es cierto —repito una y otra vez, con lágrimas quemándome los ojos—. ¡Mireya es mi novia! ¿Cómo voy a hacerle algo? 

Se burlan, dicen que todos decimos lo mismo pero no es verdad. 

Mientras ellos me acusan y golpean a mí no me duele nada excepto el corazón. ¿Qué le pasó a mí amor? Pregunto pero no hay respuestas, sólo golpes y burlas hasta que salimos de la patrulla llegando a la estación policial enmarrocado como un vulgar delincuente. 

En la comisaría me tiran al suelo, me jalan del pelo para levantarme y me encierran en una celda que apesta a orines. El hierro se cierra detrás de mí con un estruendo que me parte en dos pero no tanto como saber que algo malo le pasó a mí rayo de luz. 

—¿Dónde está Mireya?. Por favor, no le puede haber pasado nada— me aferró a los barrotes que queman bajo mí tacto— ¡por favor!. 

—Tu delito es violación —me escupe uno de los guardias—. Mireya Izaguirre te acuso. Estás destruido. 

La palabra me rompe. Caigo de rodillas y me cubro el rostro sin entender. Me duele la cabeza, me arden las costillas, pero nada me duele más que esa mentira clavándose en mi pecho. Ella no me puede haber acusado de nada porque yo jamás la lastimaría. Ella es el amor de mi vida. 

—¡No! —grito hasta quedarme sin aire—. ¡Es un error! ¡Ella me ama, es mi novia!

Golpeó el suelo con los puños, pero nadie escucha o al menos es como si no lo hicieran. Solo se ríen, dicen que pronto me voy acostumbrar al verdadero infierno.

Y el verdadero infierno, es verla de lejos, muy lejos, de espaldas pero se que me escucha. Estoy seguro que el maldito país me oye pero nadie me hace caso. 

Nadie tiene piedad por mis súplicas, nadie se compadece. Ella está aquí pero no conmigo. 

—No puede ser. 

La veo irse, apenas de perfil, con una parte del rostro magullada, asustado porque está irreconocible, algo muy malo le pasó pero no fui yo. 

—¡Mireya!. Mí amor por favor, ven conmigo. Ayúdame, te lo ruego. ¿Qué te pasó?. 

—Lo siento— Leo en sus labios— lo siento. 

Y yo lo siento más. No sé cuántas horas pasan, ya no tengo voz, sólo me concentro cuando la celda se queda en silencio, escucho pasos suaves y el llanto lo reconozco. Es mi madre. La dejan entrar hasta la reja, y verla así me mata: los ojos hinchados, la piel pálida, la voz temblorosa y casi de rodillas suplica por mí y mí inocencia. 

—Soy inocente mamá, te lo juro. Soy inocente— nos aferramos el uno al otro con dolor y llanto desmedido— mamá, yo te juro que no hice nada. 

—Yo lo sé hijo— beso sus manos frías— mí niño lindo. ¿Por qué tenías que amar a esa mujer?. Fue ella. 

—Es un error. 

—El error fue haber apuntado tan alto, hijo mío te lo digo yo. Los amores imposibles te marcan de por vida, esas personas que tienen más poder que alma son crueles y no aceptan en su mundo a las personas como nosotros— limpió sus lágrimas y ella las mías— ella te acusó, yo leí la acusación. Fueron ellas.

—¿Ellas? —me agarró a los barrotes lleno de rabia y recepción—. ¿Quiénes, mamá?

—Las Izaguirre… Mireya y su hermana.

El mundo se me cae encima cuando en su último susurro me dice que me ama.  Me agarro de los hierros suplicando que abra los ojos, que me mire con sus lindos ojos claros pero no lo hace. Apenas alcanza a llevarse la mano al pecho y veo como sus piernas se doblan cayendo frente a mí.

—¡Mamá! ¡No! —sacudo los barrotes hasta que me sangran las manos—. ¡Ayuda! ¡Un médico, por Dios!... ¡Mamá!. No te vayas, por favor— intentó alcanzarla pero no puedo— ¡Mamá!. 

Los guardias llegan tarde, arrastran su cuerpo como si fuera un bulto, y yo me quedo pegado al hierro, llorando como un niño, rogando piedad a un cielo que no me escucha.

No puedo tocarla, no puedo salvarla. Solo me queda la impotencia y el eco de su voz repitiendo una y otra vez que me ama y él “fueron ellas” “Las hermanas Izaguirre”. 

—Está muerta— la vida ya no tiene sentido— lo siento muchacho. Tu madre no resistió el dolor. 

—Mi madre murió por mi culpa. No fue feliz gracias al hombre que la abandonó, no fue feliz por mi estupidez. Yo maté a mi mamá del dolor y esas mujeres me mataron a mi. ¡Malditas mil veces malditas!.

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