37. Nadie quiere flores muertas
Indra.
Chetumal, Quintana Roo.
El olor a flores era lo que más me gustaba de las casas de Fausto. Todas tenían enormes ramos naturales en las entradas.
Las rosas eran perfectamente blancas. Ni una sola marchita.
El aroma que emanaban era tranquilizador.
Me calmaban y Fausto lo sabía. Había ordenado siempre tener las casas repletas de rosas blancas.
Eran un recordatorio de que yo también lo estaba. Viva.
—Son igual de bonitas que tú —había dicho Fausto.
A las rosas incluso les habían quitado las espinas. Ya no eran creación de la naturaleza, sino del humano. No eran esas flores peligrosas con las que podías pincharte un dedo. Eran inofensivas.
¿Eso significa yo?
Ahora estaba casada con Fausto. Un matrimonio. Una alianza. Un compañero de vida.
Mi hombre de ojos verdes me había dicho que todas sus casas eran mías, que podía tener todo lo que quisiera con un chasquido de dedos.
Pero yo no quería sus pertenencias. No quería sus materiales. Lo quería a él.
Y también quería a las flores ma