El aire en el estudio de televisión era una mezcla densa de anticipación y electricidad.
No era solo la humedad del aire acondicionado o el calor de los focos; era la tensión palpable de un país entero, conteniendo la respiración. Las luces deslumbraban con una intensidad casi dolorosa, haciendo que el escenario pareciera un campo de batalla iluminado. Las cámaras, gigantescos ojos robóticos, se movían con una precisión hipnótica, enfocando, paneando, acercándose, capturando cada tic nervioso, cada gota de sudor, cada expresión fugaz de los dos hombres que se enfrentarían esa noche.
Los cables se arrastraban como serpientes por el suelo, una red compleja que conectaba a los millones de espectadores que, desde sus sofás, se preparaban para presenciar no solo un debate, sino lo que esperaban fuera una redefinición del liderazgo.
El zumbido constante de la audiencia en vivo, una mezcla de susurros, toses y expectación contenida, era un telón de fondo constante que intensificaba el drama.