El aire de la tarde se había vuelto gélido, pero el frío en el rostro de Nathaniel Vance no provenía de la brisa, sino del terror y la indignación que lo asaltaban. El cuerpo tembloroso de Clara, la enfermera, se erguía ante él, la personificación viva de la verdad que amenazaba con destrozar su mundo. Los agentes de seguridad se mantenían a una distancia respetuosa, pero sus miradas tensas revelaban la gravedad de la situación.
—Quiero que empieces desde el principio, Clara —exigió, su voz ahora era un susurro gélido, despojado de toda emoción, la calma que precede a la tormenta—. Cada detalle, cada palabra, cada rostro. No te atrevas a omitir nada.
Clara, temblando visiblemente, asintió, sus ojos fijos en el suelo, incapaces de sostener la mirada penetrante de Vance. Clara era una mujer de cincuenta y cinco años, sin hijos, que vivía con su padre. Era una mujer con un récord en el hospital de noches en vela y pacientes que se salvaron por ella. Era casi una heroína, una mujer que in