Los días que siguieron a la gala fueron un torbellino. Nathaniel Vance se lanzó de lleno a la campaña presidencial, transformando su reciente heroísmo en un arma política. Los discursos se sucedían, las apariciones públicas se multiplicaban, y la imagen del presidente protector se forjaba con cada paso.
Su primera parada fue en un barrio obrero de Detroit, donde la economía se había resentido duramente en los últimos años. Vance, con las mangas de su camisa remangadas y una mirada empática, se mezcló con la multitud.
Abrazó a ancianas con rostros marcados por el trabajo y la preocupación, escuchó sus lamentos y prometió un futuro mejor. Cargó a varios niños, uno tras otro, alzándolos con una sonrisa genuina que las cámaras no dudaron en captar. "Necesitamos un líder que nos recuerde que no estamos solos", proclamó en un discurso improvisado, su voz resonando con una sinceridad conmovedora. "Un líder que se ensucie las manos con el trabajo, que no tema estar junto a ustedes en las buena