La mansión Vance, que antes había sido un refugio de dolor y secretos, se transformó en un santuario de últimos recuerdos.
Nathaniel Vance, con el corazón roto por la verdad revelada, intentó aferrarse a cada segundo, a cada risa, a cada abrazo de Ethan. Ignoró por completo las objeciones de sus asesores, quienes veían en su reclusión y en esta búsqueda un golpe más a su tambaleante campaña presidencial.
Su mandato era claro e imperativo: quería a sus hombres buscando a la madre biológica de su hijo.
—Encuentren a esa mujer —ordenó Vance con una voz que no admitía réplicas—, y tráiganla aquí. Necesito que Ethan la conozca.
Mientras sus hombres se desplegaban, Vance se sumergió por completo en la burbuja de la paternidad. Esa no era solo una semana de vacaciones; era una despedida, un intento desesperado de grabar cada momento en su memoria, de construir un legado de amor que trascendiera la sangre.
Visitaron el parque de atracciones, donde las risas de Ethan se mezclaban con el zumbid