La carrera en la fuente había sido solo el preludio.
La adrenalina y el alcohol, combinados con una atracción que había crecido en silencio, explotaron en la camioneta que los llevaba de regreso a la mansión de Nathaniel Vance. Los escoltas, alertados de su partida, seguían discretamente en un segundo vehículo, acostumbrados a las excentricidades del futuro presidente, aunque rara vez tan… apasionadas.
Apenas las puertas de la camioneta se abrieron frente a la imponente entrada de la mansión, Vance e Isabella salieron, sus manos entrelazadas. La noche estrellada de Washington era su cómplice silenciosa, la luna, una testigo discreta. El aire fresco de la madrugada contrastaba con el fuego que ardía entre ellos.
Vance abrió las grandes puertas de madera con una llave, y una vez dentro, la formalidad de la mansión se desvaneció. El silencio del vestíbulo fue interrumpido por la urgencia de sus cuerpos. Sus bocas se encontraron de nuevo, un beso profundo y hambriento que los hizo tropezar