La noche de gala se transformó, casi por arte de magia, en una aventura clandestina. Nathaniel Vance, dejando atrás el brillo superficial de la élite política, siguió a Isabella a un bar poco concurrido en un callejón discreto, lejos del bullicio del centro.
Sus escoltas, un trío de sombras silenciosas y disciplinadas, permanecieron afuera, sus ojos vigilantes escaneando la calle, creando un perímetro de seguridad invisible que separaba a Vance de su vida pública, y evitando los fotógrafos.
Dentro, el ambiente era íntimo, con luces tenues que proyectaban largas sombras y el suave murmullo de conversaciones ahogadas. El aire olía a madera vieja, cerveza y promesas no dichas. Era un bar rústico, con mesas desgastadas.
—Aquí es donde la gente normal viene a olvidar sus problemas —dijo Isabella con una sonrisa, señalando un taburete libre en la barra—. No parece un lugar para un hombre como tú.
Vance asintió, su mirada fija en ella.
—Perfecto. Problemas tengo de sobra últimamente.
El cama