El grito de la noche anterior, el eco de una voz familiar y amenazante, se había desvanecido en la oscuridad, dejando a Rebecca y a Ethan en una encrucijada peligrosa. En la quietud de su habitación, Nathaniel Vance dormía un sueño inquieto, ajeno al drama que se desarrollaba bajo su propio techo.
De repente, un golpe insistente en su puerta lo sacó del sopor.
—¡Señor! ¡Señor Vance! ¡Tuvimos una intrusión! —La voz de uno de sus guardias, cargada de urgencia, perforó el silencio.
Vance saltó de la cama, la adrenalina disparándose por sus venas. El entrenamiento y los instintos que había pulido durante años de encarcelamiento y supervivencia volvieron con fuerza. Su primer pensamiento, su única preocupación, fue Ethan.
—¡Ethan! —rugió Vance, abriendo la puerta y saliendo al pasillo a toda velocidad—. ¿Dónde está mi hijo?
Corrió hacia la habitación de Ethan, el corazón latiéndole desbocadamente en el pecho, un miedo gélido apoderándose de él. Abrió la puerta de golpe. La cama estaba vací