El alarido del monitor de tobillo era un pitido estridente, incesante, una sirena de alarma que perforaba el aire de la noche.
Nathaniel Vance lo ignoró, empujando con una furia desesperada a los agentes del Servicio Secreto que intentaban contenerlo. La Casa Blanca estaba sumida en el caos.
David Hayes y Benjamin Carter luchaban por mantener el orden, mientras el zumbido del rastreador electrónico de Vance resonaba como un réquiem por su moribunda presidencia.
—¡No voy a quedarme aquí! —rugió Vance, con los ojos inyectados en sangre, no solo por el whisky, sino por la furia—. ¡Mi esposa está de parto! ¡Mi hijo va a nacer!
—¡Señor, no puede salir! ¡El arresto domiciliario! —insistió un agente, bloqueando la puerta.
—¡Al diablo con el arresto! ¡Es una emergencia! —Vance empujó al agente con una fuerza que lo sorprendió incluso a sí mismo. La adrenalina de la paternidad inminente lo impulsaba.
David Hayes, comprendiendo la inutilidad de la resistencia, intervino a favor de la desesperac