El receso de una semana decretado por el juez fue, para Nathaniel Vance, una eternidad en el purgatorio. La noticia de las nuevas pruebas del fiscal Alistair Croft había desatado una tormenta mediática sin precedentes. Los titulares gritaban: "Más Secretos de Vance: ¿El Presidente lo Sabía Todo?", "Grupo Halcón y la Masacre de Irak: ¿Conocimiento Directo?". La opinión pública, que apenas unas semanas antes lo había elevado a la categoría de héroe, ahora oscilaba entre la indignación y la desconfianza.
Desde el arresto en el hospital, Vance había sido puesto bajo arresto domiciliario en la Casa Blanca, una ironía cruel para el hombre más poderoso del país. Su mundo se había reducido a los muros de la residencia presidencial, custodiada por agentes del Servicio Secreto que eran sus carceleros. Cada vez que salía para ir al juzgado, la escena era un circo. Cientos de periodistas se agolpaban, sus cámaras disparando sin cesar, sus voces coreando preguntas, donde buscaban aumentar el morbo