La luz opaca de la sala de audiencias apenas disimulaba la solemnidad del momento.
Nathaniel Vance, el que fuera el hombre más poderoso, estaba sentado en el banquillo de los acusados, su figura un triste contraste con la imagen imponente que había proyectado desde el Despacho Oval. El traje, antes símbolo de autoridad, ahora parecía un sudario. A su lado, sus dos abogados, Vivian Holloway, una estratega brillante con una reputación de hierro y una mente tan aguda como su sarcasmo, y Callum Finch, un joven y astuto litigante, de mirada penetrante y elocuencia convincente, lo observaban con una mezcla de preocupación y una calculada confianza de que lo sacarían de allí muy pronto.
El juicio había comenzado con una explosión mediática, incluso mayor que su confesión. La nación entera, y el mundo, estaban pegados a sus pantallas, ansiosos por cada detalle.
El fiscal, Alistair Croft, un hombre con la frialdad del acero y una ambición desmedida, se movía por la sala como un depredador, su