El Liberty Medical Center era un infierno humeante y un testimonio de la despiadada eficiencia de la Resistencia. Nathaniel Vance se movía entre los escombros, su traje arrugado y manchado de hollín, sus ojos desorbitados por el horror y la negación. El aire olía a quemado, a muerte, pero para él solo existía el vacío ensordecedor donde debería estar Anastasia.
—¡Anastasia! —gritaba, su voz desgarrada, mientras los agentes del Servicio Secreto y los militares intentaban, en vano, contenerlo.
—¡Presidente, es inútil! ¡No hay nada! —David Hayes, con el rostro cubierto de tizne y desesperación, intentaba apartarlo.
Pero Vance no escuchaba.
Removía escombros con sus propias manos, con una fuerza bruta impulsada por la locura. La cuna del bebé, hecha pedazos. El oso de peluche que había comprado, calcinado. Todo lo que había sido el santuario de su familia, ahora era cenizas y ruinas.
—¡Encuéntrenla! ¡Movilicen a cada maldito soldado, a cada agente, a cada perro rastreador! —rugió Vance, s