El grito de Anastasia, un sonido crudo y desgarrador, se perdió en el eco de los amplios pasillos de la mansión. Corrió por toda la casa, sus pasos resonando contra el mármol, su voz una cuerda tensa que se rompía con cada nombre que gritaba.
—¡Ellis! —gritó, con la voz rota y un pánico que la hacía temblar.
El silencio, un silencio pesado y cruel, fue su única respuesta.
Bajó al sótano, donde solo unos minutos antes había estado. El arsenal, el lugar que Ellis amaba, estaba desordenado, pero vacío. Sus armas, sus herramientas, todo lo que le pertenecía a él había desaparecido. Subió las escaleras a zancadas, y en el pasillo principal, encontró a sus escoltas, los hombres en los que había confiado, muertos en el suelo, sus cuerpos inanimados, sus ojos abiertos, mirando a la nada.
El golpe de la traición fue un puñetazo que la dejó sin aliento.
—¡Devuélveme a mi hijo, Ellis! —gritó, con el corazón fracturándole el esternón, pero solo escuchó el crepitar de la chimenea, un sonido que se