El olor a pino, a cera de abejas y, sobre todo, a la inconfundible fragancia de su hijo, llenó los pulmones de Anastasia, aliviando la opresión que había sentido por días.
Sus pies, que habían caminado sobre rocas y nieve, se hundían en la suave alfombra de lana, una sensación de lujo que se sentía extraña después de su cautiverio. Ignorando a los silenciosos guardaespaldas y al personal de la casa que la miraban con asombro, corrió por los pasillos, con el corazón latiendo al ritmo de la esperanza. Cada paso la acercaba más al único ser que realmente importaba. Su adorado Henry.
Cuando llegó a la sala principal, su hijo, un pequeño remolino de energía y risas, la vio y soltó un grito de alegría que hizo que el corazón de Anastasia, que había estado roto y lleno de dolor, se recompusiera en un instante. El niño dejó caer su pequeño auto de juguete, y corrió hacia ella, con sus brazos extendidos.
—¡Mami! —gritó el niño, sus ojos grandes y llenos de una alegría que Anastasia no había vi